Contra los psiquiatras y más contras – Psicocháchara – Morir o ser mejor

¿Qué pasó con la tristeza para que sólo quede depresión? Adiós a las imágenes de la melancolía clásica o romántica: la galerna interior de un Byron está hoy al alcance de cualquier agente bancario descontento con su jefe. En la sociedad que banalizó la felicidad, la infelicidad quedó banalizada. También la expresión de la infelicidad. Por supuesto, la tristeza es de las pasiones humanas menos gratamente confesables pues implica una debilidad, una carencia; a cambio, la depresión alimenta un cierto halago al presentarnos como víctimas de algo, aunque sea de una confabulación de la química cerebral en nuestra contra. Nunca se buscó más estimulación en la vida: una vida de crisis será preferible a una vida de tranquilidad, como una plenitud de signo contrario.

Hay un abuso de psicología devenida en psicocháchara, en tránsito de las cátedras universitarias al populismo emocional. Eso no sólo está en el Diario de Patricia. Brigadas de becarios asisten a los familiares de los muertos en un accidente: las únicas palabras que tienen prohibidas son “sé fuerte”. Es un desconocimiento manifiesto de la naturaleza humana, capaz también de reaccionar al dolor como una prueba, de entender la fortaleza como la lección vital que es. Las empresas funerarias ya ofrecen ‘packs’ de consuelo telefónico con una señorita que no conoce ni al que murió ni al que le llora. En el botiquín se hace un espacio para los tranquilizantes junto a las aspirinas y los antidiarreicos. He ahí cómo vamos medicalizando cualquier comportamiento normal y humano, como son la experiencia del dolor, la inquietud, la conciencia de finitud, la desazón, todo el tesauro de la infelicidad de los hombres, variado como una ensalada de frutas.

Abordamos el dolor como algo problemático, no como algo constitutivo. Del láudano al litio, el siglo XX conoció –por orden cronológico- distintas píldoras de felicidad: cocaína, heroína, barbitúricos, anfetaminas, benzodiacepinas, antidepresivos. Se llegó a ligar alardeando de angustia existencial. Con frecuencia, el efecto real de tantas pastillas no es mayor que el de un placebo; los efectos secundarios pueden ser devastadores. ¿Qué fue de la lucha interior, de la construcción del carácter? ¿Qué hombre no tuvo su ración de tensión, de sufrimiento? A Abraham Lincoln le tenían que retirar las cuchillas de afeitar de su cuarto. Dejó escrito: “la decisión es morir o ser mejor”. Fue mejor.

Buscamos un remedio, aquí y allá, quizá algo ciegos a la noción de que no hay vivencia humana completa sin contradicción, sin tristeza. Hay ochenta mil títulos de autoayuda en Amazon, catorce mil de “transformación personal”. Véase en esto un ‘ersatz’ de religión: un arte de magia, sin el contrapeso de la exigencia ética. La última moda es la “atracción vibracional”: si usted cierra los ojos y lo desea mucho, al abrirlos tendrá lo que ha querido: un fajo de billetes, una ciudadana sueca, un adosado. Felicidad, infelicidad: cada una tiene sus sucedáneos; uno de los más viejos de la felicidad es buscar exactamente lo que queremos oír.

Alguien escribió tras el 11-S que “no deberíamos sentirnos mejor”. Sí, tenía razón. Sustituimos la moral por la terapia, transitamos del portarse bien al sentirse bien, es más importante la autoexpresión que el autodominio. El mal comportamiento llevaba al castigo y hoy sólo lleva al médico. Un caso ejemplar: el de los curas pederastas. Su pederastia se trató como un desorden psicológico y no como un delito. El agresor era así víctima de algo insondable: de su madre, de su padre, de la sociedad en general, de alguna dinámica social de castración. El resultado es que se siguió abusando de los niños. Si hay una terapia en hablar, no es menos cierto que la terapia nos puede reducir a nuestro dolor, nos puede llevar a hacer de vaivenes emocionales habituales el centro o la razón de la misma vida.

Las palabras del día, “sed felices”, las dicen la Coca Cola y Eduardo Punset. No siempre es pedantería aducir que ahí está Shakespeare o que por algo se escribió el libro de Job: “El ojo que ahora me mira, ya no me verá; me buscará tu mirada, pero ya no existiré”. Job no sufría así por la muerte de su gato. La destilación del dolor es algo propiamente humano porque no hay vida humana sin dolor, no hay experiencia humana plena sin tristeza. Pero no siempre el dolor o la tristeza son patologías: hay veces en que, simplemente, “no deberíamos sentirnos mejor”.

Buscamos un control absoluto, imposible, seguramente indeseable. La infelicidad se justificó por la conjunción de los planetas o por el mal carácter: pongamos hoy por la herencia genética o por las conexiones neurológicas. Todo queda fuera del ámbito de la moral y de la responsabilidad. Es un determinismo. Así, ‘el verdadero yo’ no es el que se droga o bebe en exceso o pega a su mujer, curiosa manera de suponernos un fondo inmaculado, inocente. Volvamos al viejo doctor Johnson: toda la teoría va en contra del libre albedrío; toda nuestra experiencia va a favor. Si se nos excusa de todos nuestros defectos, de todos nuestros errores, de todas nuestras decisiones libres, quedamos deshumanizados, inmunes también a la experiencia y al conocimiento de uno mismo.

Hay un problema en pensar que somos las heridas que nos hemos curado: también somos las heridas que no nos hemos curado, las que no se curarán. Un cierto ideal terapéutico nos quiere como entes sin dependencia emocional, autosuficientes, estancos, impermeables. Es extraño porque así tampoco es que se construyan personalidades atractivas: no hay conexión entre autoestima inflada y éxito, bondad o buenas relaciones personales; al contrario, demasiada autoestima causa ser antisocial: es difícil que el rey se lleve bien con sus discípulos, la arrogancia y el solipsismo ganan pocas simpatías.

Escuchamos con un papanatismo absoluto a los médicos, el único gremio inaccesible no ya a la crítica sino al escepticismo. De pronto, ya no hacemos deporte por pasarlo bien, por salir al aire libre, por espíritu de competición, sino porque el médico lo recomienda y su palabra es ley moral: estar radiantemente sano es un deber aunque sólo sea porque tenemos un derecho universal a la salud. Hemos dejado buena parte de la felicidad en manos de los médicos: en un estado de sedación artificial, o de riguroso seguimiento de sus dictados, nuestra felicidad queda separada de cómo vivimos nuestra vida pues ya hay un estamento de árbitros que indican cómo. Reino Unido, de tradición poco asistencial, va a pagar un psicólogo a cualquiera que haya perdido su empleo, tenga deudas o haya sufrido una ruptura sentimental: es decir, millones y millones de británicos que, años atrás, hubiesen buscado trabajo, hubiesen ahorrado o hubiesen escrito versos de “dolorido sentir”.

 

Quizá no estamos distinguiendo correctamente entre las turbulencias propias de la vida y el desorden depresivo. Es otra banalización. Naturalmente, el sufrimiento humano aún pedirá lo único que ha pedido siempre: ser tomado en serio. Las recetas clásicas no apuntan a la felicidad sino la sensatez como el mejor atajo: ser realistas sin ser cínicos, tener ideales sin tener utopías, la intuición de que el sufrimiento es también la raíz de nuestra fuerza. La tolerancia a la frustración y las artes del descontento se aprendían, tradicionalmente, en la adolescencia. Esas artes del descontento daban más importancia a ser dignos que a ser felices o infelices. Era una nobleza humana deseable. “Job tomó entonces un pedazo de teja para rascarse, y permaneció sentado en medio de la ceniza”.

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