Los pueblos

A veces nos olvidamos de los pueblos pequeños, o los miramos apenas desde el coche como si fueran motas de disperso caserío que han caído en la pintura del paisaje, siempre más allá de las cunetas de nuestras vías rápidas, que unen capital con capital. Solemos dejar atrás uno tras otro los rótulos que indican las salidas para ir a esos lugares de nombres a menudo tan antañones que ruborizan un poco nuestra conciencia de nuevos ricos, nuevos modernos y nuevos urbanos. Y no es infrecuente que, si decidimos al fin internarnos por la carretera secundaria que conduce a ellos, entremos con la condescendencia pintada en el rostro, íntimamente persuadidos de ser superiores a sus habitantes porque hemos sustituido en nuestras calles la boñiga de vaca nutricia por la cagada de perro con pedigrí.

Esta mutación fecal –con perdón– revela un cambio de enorme calado, porque cifra un proceso que comenzó hace varias décadas, según el cual a una sociedad productora de bienes primarios, y por tanto esenciales, le va sustituyendo otra opulentamente estéril. Los niños no han dejado de consumir leche, huevos, morcillas ni bistecs, pero la existencia de granjas escuela, a las que acuden como si se tratara de parques temáticos un poco malolientes, indica que la ruptura con toda una forma de entender la existencia ha ido demasiado lejos. Cuando nos ataque la suficiencia urbanita, vendrá bien que recordemos al señor Cayo, aquel paisano de la novela de Delibes cuyo voto se disputaban varios candidatos a resolverle la vida. Uno de ellos acabó concluyendo, en un ataque de lucidez: «Ese tío sabe darse de comer, es su amo, no hay dependencia… Hemos venido a redimir al redentor».

Es verdad que los pueblos, hoy, son menos pueblo que antes, o lo son de otra manera. Los aperos de labranza han adquirido un carácter museístico, en las eras son pasto de la herrumbre las antiguas beldadoras y a la vera de los caminos aún se encuentran aquí y allá, recomidos por el sol y la carcoma, cuatro tablones astillados que ayer fueron un carro. Hay pueblos que mueren y renacen de otra forma, y ahí está ese Aldealseñor de El cielo gira –documental magnífico de Mercedes Álvarez–, transformado por un parque de energía eólica y un hotel de lujo, que se superponen a las vidas de sus catorce ancianos moradores, custodios de un mundo que se pierde. Un mundo en el que las distancias se medían tomando como referencia lo lejos que estuviese la cabeza de partido.

Hoy las distancias han sido suprimidas gracias al cable de fibra óptica. Ha llegado Internet a los pueblos, y los pueblos han llegado a Internet, con páginas locales muchas veces enternecedoras por su diseño sencillo pero entusiasta, y por ese ahínco en mantener vivo también en la geografía digital ese lugar al que uno ama porque siente que es el suyo. A todos los habitantes de los municipios pequeños, a ese seis y medio por ciento de la población española que según el censo permanece –acaso resiste– en los núcleos de menos de dos mil habitantes, desde esta ventana a la que me asomo les presento mi admiración y mis respetos.

 
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