La llama refleja – Argumentos contra Marta – Una concupiscencia con sistema

Era lo más frecuente que los ojos se cerraran y despertar a la mañana siguiente con la cama cubierta de libros, la lámpara prendida, las gafas caídas por el suelo y el estupor propio de quien se levanta no de una noche de horas sino de una siesta de minutos. Entonces, más jóvenes, el sueño nos raptaba por sorpresa en la lectura, sin sentir conciencia temporal del enturbiamiento de la mirada, del baile astigmático de los renglones, de la atmósfera de espesor y el silencio narcótico que -de dentro hacia fuera- nos despegaba del mundo al relajar nuestra atención y destensar el ralentí natural de nuestra voluntad. Es así que nos dormíamos, dulces de las dulzuras intelectuales de una página ante la que de pronto se perdía el pie de la realidad, con una última palabra todavía rebotando por los estratos del alma hasta el raro confín del sueño.

Con los años he ido pasando cada vez con menor naturalidad de la vigilia al sueño: puede ser un tránsito violento, casi a empujones, de un agonismo sorprendente si uno piensa que se trata de abandonarse a esa nuestra voluptuosidad más asequible, sinónima de la felicidad como paz de espíritu: voluptuosidad hoy trocada en esfuerzo que, como compensación, nos adentra por verederos de cada vez mayor hondura, como si alguna noche fuéramos a perder el hilo que marca nuestra vuelta. He ahí el sueño como imagen de la muerte, una desconexión y no un stand-by, del mismo modo que quizá la muerte se nos representa como la exageración ilimitada de ese sueño.

'Niños despiertos, adultos insomnes': no sé si era Kraus o Benjamin quien lo escribió pero la vibración de la lectura nos mantenía leyendo sin más luz que la luz testimonial del pasillo, esa luz que pedíamos encendida para que no nos vinieran los monstruos de la noche cuando en realidad era para alimentar las primeras dioptrías ante un libro. Y no creo que ningún lector lamente el sueño perdido por las páginas ganadas, esas páginas que tenían además el aliciente clandestino de la noche como una magia en el silencio, capaz de la ilusión de convertirnos en príncipes o en mendigos o de acompañar en sus fatigas al bueno de Oliverio Twist. Igual que esas otras veces que por sobresalto nos despertamos muy de madrugada y tomamos un libro por ser incapaces de recuperar el monólogo del sueño, en ese silencio de la lectura nocturna, de velar cuando el mundo está dormido, había la nota devocional del monje que sigue su libro de horas, acompasándose al ritmo del día con una ilusión de alumbramiento, pues la lectura es tanta cocreación como el seguimiento de una partitura, una participación como en la oración. Sólo con alevosa estupidez se puede postular que la literatura es inútil: afecta a la sensibilidad y a la inteligencia, conforma la memoria, instituye referencias y amplifica la capacidad simbólica que es el mejor afinado de nuestra inteligencia. Es precisamente una urdimbre moral y por eso hay que cuidar lo que se lee, más aún cuando toda lectura implica un primer movimiento de credulidad y apego: lo leído de alguna manera siempre permanece a modo de impregnación en un hondón del alma, quizá porque lo escrito, como lo hecho, tiene un carácter de irrevocabilidad, y no podemos establecer un juicio previo de qué nos influirá. Durante años me pregunté con inocencia por qué no se vendía más la mejor literatura que la peor literatura (hoy mismo me preguntaba por qué no se lee a du Bellay): primero pensé que no la leen porque no se la merecen, pero quizá es que muchos no podrán soportar nunca la excelencia, más aún cuando constatamos que la mediocridad tiene la expansividad en su sustancia. De la mejor literatura se pasa a la peor en la misma medida que toda felicidad tiene sucedáneo. A cualquiera se le ocurren analogías vulgares. Que siga habiendo hombres de letras, lectores selectos, es exactamente un milagro: a la escasez de esa vocación hay que añadirle la aleación de un carácter determinado y resistente a la soledad y anhelante no ya de probar sino de entregarse a la excelencia –a esa excelencia de vía angosta que sufre descrédito. Ha de haber un sentido del honor, no sólo hacia uno mismo. Por supuesto, la vocación lectora –pues es eso, una vocación- no tiene nada que ver con campañas de lectura como populismo sentimental.

En algún lugar, Ortega habla del sueño como dejación de la atención. Hoy sucede que leo o apago la luz para dormir y uno no es más que una llama que arde por reflejo, una pura capacidad reactiva, y cuesta separarnos de la realidad -sus ilusiones y estímulos y seducciones- como costaría desabrazar a una hiedra de su muro. Niños despiertos, adultos insomnes: esa glotonería de vivir obra entonces como concupiscencia de escribir y nos hace apartar el libro, nos saca de la cama y nos lleva nubosos de sueño hasta el ordenador, como una fe ciega o una responsabilidad inexplicable, y es por ventura que se reúnen en un haz de concentración tanta dispersión del mundo y de potencias del alma. Y la mitad de la noche nos cogerá en el gesto inmemorial del escribir, como una comunión con el silencio de tantos muertos y una sorge primordial hacia la vida hasta una posesión de puro gozo, también -como la lectura o la oración- con ilusión de alumbramiento: jamás he creído que escribir sea una tarea menor o una pasión inútil en tanto que la escritura es la forma privilegiada de la memoria de los hombres y la memoria es la mayor patencia de la vida; y no hay tampoco inutilidad ninguna en que un hombre se avenga a descifrarse el alma o a ejercer de vaso comunicante con el mundo. Por pomposo que suene, la labor de la escritura es también labor mediúmnica aunque sea porque transmite una sonrisa, un pensamiento, una impresión que antes no estaban. También por eso la escritura se completa con un lector. Bueno o malo, la escritura tiene poco que ver con el juego.

La excelencia es lo que queda del afán de perfección ante la imperfección intrínseca del escribir, con la escritura como acto fatalmente fallido que apunta a la verdad y aspira a la exactitud a través del curioso camino de la sugestión, de la elipsis, de la ironía a modo de calle perpendicular a la verdad: no han sido pocos los críticos admirables que han visto castradas sus capacidades al topar con esta imperfección o fracaso constitutivo del escribir y, por otra parte, con esa autoconciencia de toda escritura que nos fuerza a una reinvención de la inocencia para –simplemente- poder llenar un folio. A la vez, es esa imperfección fundamental del escribir la que exige unos ojos de misericordia a la hora de leer aun lo más excelso: y justamente los ojos más lectores tienen siempre más que perdonar. Con todo, quizá lo más enrevesado del trabajo de escribir sea que es la ficción de una facilidad, de una soltura, de un trazo desenvuelto, cuando escribir tiene problemas como la aritmética y conlleva decisiones como la vida empresarial, sólo que en la oscuridad de la intuición de un arte combinatoria. Urge poner en valor esa inteligencia analógica de la escritura, no del todo estéril si pensamos que un lector de Wharton y de Proust y de Flaubert puede tener un conocimiento del corazón humano y sus motivaciones y equívocos de mayor finura que un recién licenciado en psicología, o al menos una despierta capacidad de observación. Una parte no parva de lo mejor de occidente viene de esa literatura entendida como narración junto a la lumbre o entendida como el hombre que se retira a su gabinete, hasta crear imperceptiblemente hegemonías del gusto y auténticos movimientos de solidez espiritual–la novela del XVIII y XIX- o hasta atraer a sí las cabezas de prestigio, lejos de la literatura gris de los departamentos universitarios. Temo que esto esté perdiéndose aunque por suerte casi todo autor bueno encuentra su camino en tanto que las elites lectoras no coinciden –gracias al Cielo- con las elites académicas, en venganza tan sutil como feliz. Sin que esto sea una crítica acerba y sin que se postule un trato a la francesa, en España se hubiese ganado mucho en prestigio cultural de haber tenido la escritura una institucionalidad mayor en la sociedad. Este es, de todos modos, asunto de paralelo discurrir.

Y aún urge más poner en valor esa inteligencia literaria en tanto que el escritor por fuerza tendrá otra batalla: la sujeción involuntaria del estilo, que puede llegar a ser inmanejable y asfixiante y convertir la carne y la verdad en cartón piedra y fosilizar toda vivacidad o actuar con la falsedad de esos barnices que dan a los muebles el valor que no tenían. Mi consideración es que, si el estilo es fatal, al menos se ha de procurar que esté dotado de vigor: desde luego, un estilo nunca ha soportado una literatura –salvo, quizá, Proust y Flaubert- pero no es menos cierto que la prosa es un maridaje del ritmo con la idea hasta esa musicalidad que requería el propio Pla. Lamentablemente, el estilo es el hombre, pero si la escritura es una seducción impersonal, quizá sea por la fascinación del estilo aun cuando este oprima a la verdad –de ahí que cualquiera que escriba siempre crea que sufre una leve desviación de malentendido. Como con la colonia, del estilo lo mejor es no abusar. En cualquier caso, si la originalidad tiene escasa entidad como valor, no es menos cierto que para escribir como todo el mundo ya está todo el mundo.

Un mito curiosamente persistente de la escritura la presenta como expresividad pura o desahogo emocional, cuando no como otras cosas que ni siquiera considero por tenerles un aborrecimiento aún mayor: cura de fantasmas, voluntad de transgresión (¡!), exploración de límites, desorbitada voluta esteticista, o un propósito de ruptura que parte puerilmente de una lectura lineal de la historia literaria cuando esta es ante todo un panteón de caracteres. Precisamente el estilo da cauce a la expresividad pero –generalmente- a mayor expresividad, menor persistencia. Por otra parte, escribir es casi con toda seguridad lo contrario de decir lo que a uno le da la gana: al contrario, es asimilable a una caligrafía del alma o a una doma del espíritu, al artificio supremo de instaurar un discurso de apariencia de naturalidad y resonancia de verdad. Un heroísmo de despacho. Centrados en la prosa como estamos, esto viene a significar que la prosa no es susceptible de genialidad sino que es largo empeño. Ahí pasamos del estilo a la moral porque se mezcla la escritura con la vida y hay conexiones de intimidad muy estrecha con la experiencia: cualquier joven con afán de seriedad por la prosa sabe que es de toda la importancia recorrer el camino de su inteligencia hasta su ocaso. La prosa no es género juvenil del mismo modo que no hay gimnastas de ochenta años. Si en un momento no es difícil tener el desaliento justificado de que uno ya ha escrito demasiado, lo cierto es que el imperativo es escribir y escribir. Es un imperativo y no hay que buscarle los porqués: se escribe y punto, y uno se sobrepone a la vergüenza de esa servidumbre y a la servidumbre de esa vergüenza de dejar la torrentera de palabras sobre un mundo lleno de palabras que dejan un margen cada vez más exiguo para la significación. Al escritor joven –aunque hoy los escritores son jóvenes hasta los cincuenta años- le asiste en principio el mejor de los privilegios: el de suscitar la indulgencia ajena, aunque en la práctica esto no suele ser verdad, no ya por puro afán destructivo sino también por la irritación que causa ver un talento aparentemente mal desempeñado o tan sólo arrogante por lo audaz, cuando en realidad ahí la arrogancia es emanación de la inocencia juvenil y la propia escritura no es, en principio, un acto de humildad. Si el prosista joven tiene ese privilegio de la paciencia ajena, tiene en su contra todo lo demás: la extensión de su talento y sus límites, lo no leído, lo no escrito, lo no asimilado. Y ante todo tiene en su contra su propia brillantez, entendida como la irresponsabilidad del talento y culpable de tantos deslumbramientos prematuros, engreimientos a deshora y demás horrores que suelen terminar con el joven presuntuoso –generalmente impaciente- en el desguace. Por eso creo que el prosista joven sólo debe aspirar a llegar a viejo, a ser un viejo: a vivir muchos años, a llenar muchos folios, a hacer de la glotonería de la vida y de la prosa una concupiscencia con sistema. Exactamente, la única concupiscencia que paga en su caída, con el premio lejano de  llegar –algún día- a ser un ‘sage’, a ingresar en el coto limitado de los escritores con carácter, sin llegar nunca –ay- a ser ese ojo vivo que Rousseau pedía ser. En fin, el talento es breve y la prosa es larga.

Entre tanto, la lectura y la escritura otorgan vidas supletorias o al menos texturas y perspectivas renovadas en la vida, afianzan una soledad inexpugnable que ejemplifica una fuerza de pura paradoja en la debilidad y que es asimilable a la militancia en la inteligencia, y ofrece, en última instancia, una profilaxis contra el mundo, la mejor de las distancias. La María contemplativa y no la Marta hacendosa se lleva la mejor parte en el Evangelio, del mismo modo que en el mundo ganará quien no participó, quien optó por la sabiduría de mirar por la ventana, como una vieja o como un gato. Es la gran diferencia entre la gente que tiene ambiciones y la gente que lo que tiene son los pensamientos de Pascal. Escribir es la manera más idónea de ese no participar o al menos de vivir un poco de puntillas aunque a la presunción del que escribe le vendrá muy bien saber que el contrapeso de tener razón es que no le hagan caso. Así es mucho mejor pues la vanidad hay que ponerla en otras cosas y si acaso compensa recuperar un sentido de orgullo. En realidad, el premio de escribir es escribir, pedir más seguramente sea pecado, y por lo tanto constituye un privilegio que hay que honrar, una soledad que es ahondamiento en la libertad y que –como libertad- exige responsabilidad, aunque se escriba en esas horas brujas de la noche. Al final, con Joseph Brodsky, es posible con la pluma llegar a donde el alma no llegó.

 
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