La reforma de las verdades

Hace varios días presentó el PP una campaña para explicar en los medios de comunicación las diversas medidas que está tomando desde el Gobierno (hay un enlace justo en la parte superior de esta página). Me parece muy conveniente, aunque tardía y reservona. También la veo en esencia ineficaz para sus fines persuasivos, por tres causas relacionadas entre sí: abusa de las mayúsculas —demasiado marmóreo de versales es ese «La Verdad de las Reformas»—, no se desembaraza de las alusiones a la «Herencia Recibida» y, sobre todo, aparece bajo el marchamo de unas siglas de partido. Si se pretende convencer a un público lo más amplio posible, conviene escribir con humildes minúsculas, defender las posiciones propias sin mirar tanto hacia atrás y, lo principal, es preciso amparar el producto entero bajo una marca blanca, no esta de fabricación genovesa. De lo contrario, quien no sea ya un convencido de la causa leerá el alegato como mínimo con la mosca detrás de la oreja, al considerarlo una manifestación más de la refriega política bajuna a la que estamos acostumbrados.

Ahora bien, la pertinencia de una campaña como esta quizá radique, curiosamente, en la necesidad de congraciarse con buena parte del electorado propio. No son pocos los votantes del Partido Popular que, sin perder de vista las difíciles circunstancias actuales, están molestos con las contradicciones de Rajoy entre lo prometido y lo ejecutado —ay, la Verdad, la Verdad—, perplejos con el ritmo frenético de unas reformas no se sabe hasta qué punto bien meditadas, e inquietos porque, aun esperando el desenlace feliz en un plazo indeterminado, no deja de parecerles formidable el aparente trastorno que causa lo que se anuncia cada viernes. Por eso muchos de los que apoyamos en las urnas al actual Gobierno leemos el ramillete de argumentos de la campaña de ahora casi como quien, cuando ya todo es ceniza, mira una vieja foto de la persona a la que se dio el «sí, quiero», para poder escrutar, remontándose en el tiempo, qué es exactamente lo que nos impulsó a ello.

Una cosa es cierta, al margen de la interpretación que quiera dársele —mejora de la eficiencia del sistema, dicen unos; destrucción del estado de bienestar, dicen otros—: algo profundo va a variar en muchos aspectos esenciales de la vida política, social y económica española tras estos primeros meses de Rajoy en el poder. En parte por efecto de la crisis, en parte por la exigencia de distintos organismos internacionales y en parte por convicción programática, están sentándose unas bases nuevas de relación entre lo público y lo privado, los empleadores y los empleados, las autonomías y el Estado central, etcétera. Esto es un hecho cierto, con independencia de su valoración. Y el cambio es de tal calado, que podríamos decir con un retruécano que el Gobierno ha debido explicar «la verdad de las reformas» porque previamente ha emprendido «la reforma de las verdades», de esas múltiples verdades consabidas que hasta ahora teníamos por inmutables.

 
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