El regreso de Bearn

Quizá Lorenzo Villalonga se equivocó de siglo como quien se equivoca de piso al salir del ascensor. Habrá quien diga que también se equivocó de lugar, habitante de los extrarradios del canon, falto de recibir no ya generosidad sino justicia. La selecta editorial Alfabia publica su Bearn o la Sala de las Muñecas, novela maltratada en su día por la grosería del cine, ahora restaurada en su castellano original por José Carlos Llop y David Martín Copé. Llop tiene mucha herencia espiritual de Villalonga y le ha dedicado –soy literal- páginas sublimes en La Ciudad Invisible. Gentes como Jiménez Lozano o Valentí Puig se han preguntado qué se hizo de un escritor como Villalonga, “comparable al caballo de raza, que aun parado deja entrever su empuje interior”. Villalonga fue hombre fino, escritor con respeto a su oficio, todo lo contrario de un energúmeno.

En 1955, el premio Nadal se ahogó en “El Jarama” y Lorenzo Villalonga abandonó el castellano por el catalán, retirado espiritualmente en esa Palma de Mallorca que supo ver como la mejor ciudad para los gatos. Sólo le faltó vestir el hábito franciscano que llevó a la vejez su personaje. Al premiar “El Jarama” y no Bearn, se premiaba un género de novela de entelequia, la idea-fuerza que consideraba necesario el avance determinista en lo formal. En realidad, con la espesura del realismo social se abría la puerta a la postmodernidad literaria, a veinte años de experimentalismo aplaudido en su día, hoy ilegible, lo opuesto a la novela como el espejo que situaba Stendhal al borde del camino, al alzado de personajes con ilusión de volumen real. Ese premio es algo que han pagado nuestros bachilleres con horas de tedio frente al placer lector, a la avidez por leer, al leer por leer, a la belleza que alimenta el pensamiento y conforma categorías del gusto. Raymond Tallis ha cargado contra la crítica postmoderna precisamente porque no sólo no contempla sino que va en contra y hace irrisión del placer lector que ha alentado toda creación literaria. “El Jarama” era eso y sólo hay que ver cómo se van compensando numéricamente los lectores de Sánchez Ferlosio y Sánchez Mazas. Hay quien cree que nuestra historia ideológica reciente merece un examen de conciencia; otros creen que más bien merece un acto de contrición.

Del otro lado queda un escritor de la memoria como Villalonga, “muy antiguo y muy moderno”, güelfo entre gibelinos, gibelino entre güelfos, criado literariamente al calor del meridiano de París y de la gran prosa francesa, cerebral y neoclásico, capaz de mezclar ironía y elegía, en un tránsito vital que le llevó de un cosmopolitismo de bailarinas y marquesas hasta cierta reacción elegante, poco enfática, atravesada de escepticismo. Añádase un amor de Proust y un escándalo ante el Concilio que calló por discreción. Al final, era el “viejo liberal que guardaba las formas precisamente para poder tener libertad”, temperamento conservador por oposición al temperamento de ideólogo.

Villalonga ha quedado como escritor en esmoquin, elitista por resignación, de sutileza casi clerical, maestro de mundos en quiebra y de afectos innombrables y ya idos, siempre sin forzar. Lo tuvo todo a su favor para ser un escritor romántico pero el punto de inteligencia gélida, francesa, alimentó su vocación clásica. En sus mejores libros –Bearn, Muerte de dama- además sabe arrimarse. Al cabo del tiempo, la reedición de Bearn pone en claro la cuestión disputada del catalán y el castellano aunque eso es filología. Volver a Bearn después de algunos años redobla el pasmo no ya ante paisaje y personaje sino ante la voz del narrador. Es un “piccolo mondo antico” que se hace una gran obra. Como sea, Villalonga sabía que al final la casa se vende y se talan los pinares.

 
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