La república Catalana del Barça

En los años antediluvianos de Vujadin Boskov, fúrbo era fúrbo, que diría en su jerga cheli el eminente Ángel María Villar. Hoy, en esta Expaña cañí irreconocible hasta por la madre que la parió, el fútbol es, además de una cuestión de pelotas, una contienda política.

Sólo así se explican las similitudes entre el Barça y el Madrí, que encarnan el arquetipo de sendos “regímenes” políticos enfrentados en los urinarios VIP del palco, pues más allá del escudo y la zamarra, comparten un elemento esencial: uno y otro son algo más que un club porque asumen valores políticos añadidos.

Los madridistas han sido durante largos años los representantes del Estado español, la encarnación maléfica del centralismo estatalista, y el principal baluarte de la resistencia contra la dispersión periférica y los escarceos secesionistas; mientras que los blaugranas, con el desconcertante presente político estatutario de su parte, están tratando de recuperar su condición extraviada de ejército simbólico desarmado del nacionalismo catalán.

Muertos Franco y Bernabéu, el Real Madrid florentino dejó de ser “El equipo del Régimen”. Y resucitado el floreciente negocio del republicanismo separatista usurpador de la voluntad constituyente colectiva, el Barça ha pasado a asumir el papel que la Historia parecía tener reservado con carácter de exclusividad al equipo merengón.

El F.C. Barcelona es, como reza el eslogan, “Més que un club… un partit”: el brazo político de la catalanidad, la correa de transmisión del reeditado Cuatripartit. Y Laporta, a lomos de suElefant Blau, viene a ser al Molt Honorable President de la Generalitat de Catalunya, lo que ayer don Santiago era al Generalísimo.

El Barça fue un día más que un club; luego, con José Luis Núñez, apodado por sus detractores con el alias monárquico de «rey del chaflán», se convirtió en una inmobiliaria (por más que el vicepresidente Nicolau Casaus tuviera corazón republicano). Y ahora tratar de apretar el paso con Jan, con las prisas de una vejiga trotona que aguanta las ganas para no mearse encima, con el objetivo político de recuperar el irrecuperable tiempo perdido, hasta el extremo opuesto de convertirse en una sucursal político-deportiva del nacional-independentismo apesebrado.

Como durante la República, el Barcelona está volviendo a ser víctima de su propia significación política, que entonces le acabó sumiendo en una crisis provocada por los enconamientos entre las dos grandes versiones del nacionalismo catalán, que ahora, como mínimo, son cuatro en disputa: socialistas del PSC, convergentes de Convergencia, secesionistas de ERC, y agradadores del Pepé, soberanistas “bienvividores” todos a costa del bolsillo del contribuyente.

Habría que preguntarse si tiene sentido que Can Barça siga siendo una terminal política en tiempo de democracia, cuando se supone que no hace falta ser abonado del Camp Nou para militar en un partido político, y haciendo como hace ya muchos años que Primo de Rivera y el Generalísimo sirven de abono a los cipreses.

Qué pena que por desgracia la vida en el oasis catalanoide no sea tan hermosa como la imaginó el padre de Juan Villoro, que nació en Barcelona y salió de allí a los diez años, sumido en la inocencia que nunca estará al alcance de las castas políticas pedigüeñas, “convencido de que el fútbol depende de los pases oblicuos porque la Diagonal conduce al Camp Nou”.

 

«Laporta president, Catalunya independent!». Catalunya-Catalunya ürber alles. Cataluña-Cataluña por encima de todo. (…) ¡Pena de país!

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