El vino en el restaurante – Lecciones de experiencia sobre una decisión difícil

Lo primero que hay que decir sobre la elección del vino en un restaurante es que es un asunto dificilísimo. No quiero engañar a nadie. Es un asunto dificilísimo. Para acertar con la elección del vino en un restaurante, es obligado un concurso de experiencias y saberes que raramente tienen cabida en el breve tránsito de una vida humana. Es necesaria una sensibilidad infusa y preternatural, en combinación instantánea con una concentración dotada de profundidad de abismo y rapidez de vuelo, y la memoria de una máquina de computación con sistema proustiano y no binario. Por si fuera poco, sin un golpe puntual de gracia, ‘en vano se esfuerza el albañil’, por citar la Biblia. Y aquel que tiene la responsabilidad de elegir, como una gravedad que no es honor, también tiene en su contra la limitación del tiempo y, casi siempre, el estrépito circundante y un camarero o sumiller ansioso –los dos diablos de la precipitación.

Aun así, para elegir bien, para hacer las cosas bien, sólo hay un camino; mientras que, para hacerlas mal, hay muchos –posiblemente tantos como excusas. Pero si el alcohol es malo -¡el alcohol muerde!- y la vida es breve y el placer sensual en sí mismo es un atajo a la ceniza (en esto hay opiniones), quizá lo mejor que se pueda hacer es dedicarle a la cuestión cinco minutos. Hay que tomarse todo en serio, y mucho más las cosas serias. En una cena, en una comida, la diferencia entre un vino bueno y un vino malo es de una absoluta radicalidad –y, por lo tanto, puede tener consecuencias que vayan más allá de la mera apreciación del paladeo.

Por hacer una excepción en un discurso forzosamente fatalista, reparemos sin embargo en una de las mayores misericordias del vino: cuanto más tomas, más mejora. Esto ocurre con los vinos buenos y con los vinos malos, igual que llueve sobre los justos y sobre… dejemos tranquila la Biblia. En todo caso, en la elección del vino, conviene tener por guías la desconfianza y el cálculo, pues la elección del vino se asemeja, quizá, a esa intrincada senda que… he dicho que dejemos la Biblia.

En estos momentos, me gustaría ser un monje dominico con mucho tiempo por delante para poder hacer un poco de escolástica. Algo así:

-         Las dificultades a la hora de escoger un vino son de cuatro tipos:

a)     atmosféricas, es decir, atinentes al tiempo y al ubi,

b)    endógenas, es decir, atinentes al optimismo monetario circunstancial, en combinación con los mandatos del capricho momentáneo,

c)     exógenas, es decir, atinentes a la compañía, que a su vez se subdividen en

c.1) exógenas cerriles, es decir, la compañía de tumultuosos amigotes con poca disposición a las finuras del criterio,

 

c.2) exógenas conversacionales, es decir, la compañía de un amigo para el do ut des de la charla trascendente/intrascendente, y

c.3) exógenas sensibles, es decir, la compañía de una mujer cuya resistencia moral hay que doblegar.

d)    concomitantes, es decir, las que combinan a, b y c.

Por supuesto, la opción d) es la que estadísticamente triunfa.

Es de lamentar que el mundo sea más complejo que la escolástica o que esa gramática tradicional que tenía un nombre para todo. De cabeza a lo práctico, estudiemos casos singulares para alcanzar acaso una verdad. Muy primeramente, hay que destacar que –como en los exámenes tipo test-, aquello que nos suena bien en una carta de vinos es muy posible que sea un acierto.

Y por seguir con la sonoridad, no elijamos el vino como se elige un perfume –no elijamos el vino por el nombre, porque el vino no nos va a hacer más rubios ni más irresistibles. Personalmente, siento reticencias hacia los nombres en exceso líricos –Rosa septembrina- o en exceso telúricos –Pizarrón de Buitrago- o burdamente latinos –Pagus Estupendus-, pero incluso en el horror hay buenas sorpresas. Lo mejor, para emitir un juicio informado, es informarse hasta saberlo todo desde antes, pues luego siempre habrá algo que no conocíamos. Esto exige largo tiempo de dedicación y abunda en el fatalismo de la cuestión tratada.

Como ahora todo el mundo bebe vino y compensa el desaliento de su vida con clases de cata que no sirven más que para probar repugnancias o, en el mejor de los casos, no sirven para nada, lo mejor sería huir de un mundo de vanidad y estulticia y no beber ni una gota de vino –pero el placer de los necios no debería impedir nuestro propio placer.

Los restaurantes con algo así como ambición o autoestima, suelen tener cartas de vinos largas y complejas. En mi opinión, nunca lo suficientemente largas y complejas, pero no resulta siempre fácil manejar ese atlas que le dan a uno. La lectura de una carta de vinos lleva varios minutos de silencio reconcentrado, y por eso mismo es importante, educado y hasta caritativo no olvidarse de mirar de cuando en cuando a la persona que esté con nosotros, para que no se sienta enajenada, aun cuando nosotros intentemos calcular si un Clos Sainte Hune del 97 estará –tan pronto- listo para tomar o si en el Pomerol fue mejor el 88 o el 89. Por lo demás, algunas cartas de vino le aburrirán por aburridas y otras le aburrirán por divertidas. Gracias al Cielo, con el vino uno puede permitirse el ceder a esa pasión dominante que es el capricho.

Hay restaurantes con sumiller y restaurantes sin sumiller. Yo he escrito alguna vez contra los sumilleres, supongo que porque, en aquel momento, alguno me habría hecho algo. Lamentablemente, los sumilleres no son gente culta e ilustrada que sepan de arte, política, arquitectura neoclásica y literatura francesa, sino que sólo saben de vino. Aun así, conocen su bodega y, en general, tienen el don de delicadeza de saber lo que uno se quiere gastar en una botella. Cuando alguien dice, por ejemplo, que quiere un vino suave, ellos interpretan que ese alguien quiere un vino barato. Cuando alguien dice que quiere un Priorato, interpreta lo contrario. En los vinos, la conservación lo es casi todo, y un restaurante con sumiller al menos tendrá bien conservados sus vinos. Yo creo que la única regla que hay para saber si confiar o no en el sumiller es si el tipo nos cae o no nos cae simpático. Por otra parte, el sumiller que se ha equivocado una vez con nosotros –es algo matemático- no suele acertar ni una vez. Tengo dolorosas experiencias. Lo que en ningún caso se ha de hacer es pedirle consejo a un camarero cuyo empresario, con toda la razón, no le deja acercarse al vino bueno. Ahora abundan las sumilleres, lo cual me parece más que bien, y una nos confesó que, de muy jovencita, llegó a retirarse humillada y entre lágrimas de alguna mesa. Esto quiere decir que hay sumilleres que, correctamente, entienden su trabajo con honor.

No todos los menús degustación son un espanto, sino que, al contrario, suelen ser lo que, últimamente, algunos restaurantes fiables más vigilan y planean, y el mayor aporte de sus servicios. Para los menús degustación es imposible encontrar vinos que armonicen con todo. Yo suelo optar por vinos que no armonicen con nada y, en general, me funciona bien. A menú raro, vino raro. La opción menú degustación + distintos vinos puede estar o muy bien o muy mal, sin términos medios. En general, se suele apostar ahí por lo barato –salvo que uno vaya a Senzone.

Los vinos caros y modernos, o muy caros y muy modernos, no suelen estar hechos, y tardan en definirse casi toda la comida. Es mejor tomarlos en casa, después de dejarlos unos años en la bodega, hasta que estén perfectamente hechos y resulten una gloria apetecible. Lo contrario termina, indefectiblemente, en decepción, por mucho que uno decante el vino con violencia.

Los vinos del ‘nuevo mundo’, es decir, Chile, Australia y otros terrenos a medio civilizar, son de una espectacularidad sin consecuencias. Cuando son caros, son un fraude. Hay excepciones pero hay pocas excepciones.

Como se dice no sé si del negro o del azul, el cava, el champagne, va con todo. Es más importante que sea fresco, el cava, a que sea bueno. Al cava no se le puede pedir gran personalidad, complejidad, sustancia, hondura. El cava no es un místico. Al champagne, cuando no es el brut estándar, sí se le debe juzgar por su alta pretensión.

Cuando vayan cuatro o más personas a comer juntas, la opción ideal, no sólo por estética, es un mágnum. Quien dice mágnum, dice doble mágnum, etc.

Si usted va mucho a restaurantes, antes o después será inevitable que un camarero convertido en enemigo personal le eche una copa, cuando no un decantador, sobre la camisa. En estos casos, hay que dominar el incidente sin confusión. Tras la mala fortuna puede darse una cierta ‘aisance’, ‘más graciosa que la gracia misma’. La otra opción, muy entretenida, es montar un número despótico.

Una vez elegido el vino, el camarero nos lo traerá y observaremos cómo lo abre. La ineficiencia en esto no es poco común, por lo que podemos ahorrarle el trabajo, abrirlo nosotros y respirar tranquilos. Lo mismo sirve para el decantado, con una inspección ocular previa del decantador, por si alguien lo utilizó recientemente para verter calimocho. El corcho se nos ofrecerá en un platillo y queda muy a la libertad de cada uno olerlo o no olerlo pero la vista del corcho ya dice mucho –el color y la infiltración del vino, el tamaño y calidad del corcho en sí- y uno prefiere oler directamente el vino, que en la mayoría de los casos no huele a corcho… Por orgullo ibérico, yo recomiendo los vinos que no tienen tapón de neocork.

Abierto el vino, el sumiller o camarero, tras probarlo o no probarlo él, lo da a probar. En algunos restaurantes, tienen el detalle del envinado previo de la copa, aunque ciertamente estos restaurantes son escasos. Suele ser considerado que el vino sea probado por todos los comensales, incluso por los que alardean de tener un paladar de piedra pómez: si todos lo vamos a beber, por qué no lo vamos todos a probar.

El principal defecto del vino es que esté acorchado. Téngase en cuenta que muchos vinos llegan con un olor a reducción que puede tardar un tiempo en desvanecerse. En caso de otros problemas, como el TCA que convierte el gozo en asco, hay que devolver la botella como cuando está acorchada. Para el cambio de botella, conviene ser asertivo, ciñéndose a la máxima ‘suaviter in modo, fortiter in re’.

Un aspecto que, conscientemente o no, no hemos tratado, es el del precio de los vinos. Es decir, del dinero. Baste a este respecto decir que es más importante ganar mucho que ahorrar mucho, y que la miseria llama a la miseria aunque no esté del todo probado que la prodigalidad atraiga la abundancia.

Con el vino en las copas, el probar y el beber no tienen más que una gestualidad posible. Lamentablemente, es una gestualidad ridícula: más ridícula de ver en los demás que en uno mismo, por mucho que nos aliene la mirada de los otros y tengamos un alto concepto de nuestra propia dignidad. Podemos consolarnos pensando que, además de oler vino, somos dados a otros gestos muy feos: a veces estornudamos, a veces hay que mear contra un árbol, y estos gestos, estas cosas, hay que perdonárselas: por lo demás, perderse la apreciación de un buen Amarone del 99 por lo que piense ese señor dispéptico de la mesa de al lado, no deja de ser una necedad. En fin, si aplicáramos a todo las categorías de la estética, más de uno tomaría el camino del Viaducto. Pero no todo hay que tomarlo tan en serio.

Por último, tan sólo una consideración sincera, privada y amistosa. Si no sabe qué pedir, pida un Rioja.

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