Por una revolución de las ideas

Doy por hecho que por culpa del chip y del bite el número de tontos acabará siendo infinito in saecula saeculorum. Y hasta estoy dispuesto a reconocer, en un inusual ejercicio de sadomasoquismo inmolatorio, que más que probablemente seré uno de ellos, ante la imposibilidad de esquivar la claudicación.

Pero ya que sea cual fuere la actitud individual que tome cada cual ante semejante tesitura siempre habrá un internauta antropófago que te llame figlio di puttana con la impunidad del anonimato webesiano, que no lo haga, por lo que a un menda respecta, por echarme en brazos de la Mona Lisa binaria, sino por la cándida ingenuidad irreverente de alguien que, puesto a elegir, prefiere entregarse a la lectura de Los poetas malditos de Verlaine o de Les Fleurs du mal de Baudelaire, aunque le acusen de cursilería petulante, que a la última ocurrencia de un gurú tontolaba de la High-Tech Society.

El Renacimiento fue un período fecundo, espléndido e irrepetible en la Historia de la Humanidad... sin necesidad de computadoras. Si trascendió límites temporales y espaciales fue porque representó una verdadera revolución cultural. Fue, sobre todo, un redescubrimiento del hombre y del mundo. Y quizás por eso, en esta efervescencia humanista residió el acierto.

No quiero dar a entender con nostálgico anhelo que cualquier tiempo pasado fue mejor, y que la revolución de nuestro tiempo, la que se libra en el éter catódico, está condenada a padecer de por siempre el síndrome evanescente de una sedición más con fecha de caducidad. Pero será un fiasco si no lleva aparejada una revolución del conocimiento, que por fortuna todavía no es un producto automatizado de la tecnología.

“Mal camino llevamos si el nuevo orden informático, inspirado en pautas estandarizadas y en comportamientos gregarios, sigue despreciando con tanta saña como lo hace los valores del pensamiento”, como denuncia en Le Monde Diplomatique el sociólogo Denis Duclós. Aunque suene apocalíptico y exagerado –y en verdad puede que lo sea-, de suceder lo indeseable, cuando todos hayamos muerto, quienes por entonces sobrevivan la rememorará como una etapa bárbara, tanto o más oscura en determinados aspectos que la denostada Edad Media.

Durante aquellos años maravillosos, el atraso técnico impidió disponer de instrumentos precisos, lastrando la posibilidad de un desarrollo científico trascendental. Los avances fueron fragmentarios y hubo que esperar impacientemente al siglo XVII para que se produjera la verdadera revolución de la ciencia. Pero el Renacimiento, a golpe de perseverancia, genialidad e inconformismo, terminó encontrando soporte en la imprenta, que era el chute que necesitaban las mentes lúcidas de entonces para perder definitivamente el juicio, hasta el meritorio extremo de forzar al tozudo Bacon a reconocer sin ambages que la pólvora y la brújula habían cambiado la faz del mundo.

Por eso, so pena de ponerme empalagosamente coñazo, antes del acabose y de que el apocalipsis tecnológico nos convierta a todos en criaturas de ciencia ficción o en virtualidades tántricas, me gustaría tener la capacidad de visualizar en el imaginario colectivo contemporáneo el mundo real que hubiesen deseado Miguel Ángel, Rafael o Leonardo. Después, será demasiado tarde, pues todas las revoluciones se saben cómo empiezan, pero resulta difícil predecir cómo acabarán. Y la asonada tecnológica no es una excepción.

Por eso, ante la dejación de unos intelectuales miserables que acostumbran a esconderse, como las ratas, en las alcantarillas, ahora más que nunca el mundo necesita personas capaces de provocarlo y de reinventarlo. Hacen falta Garcilasos, Petrarcas, Boscanes, Nebrijas, Castigliones, Rabelaises, Erasmos, Luteros, Platones, Bramantes, Donatellos, Botticellis, Dureros, Tizianos, Brunelleschis, Galileos, Newtones, Copérnicos y Colones que zarpan cada atardecer en busca de sueños... Y sobran, en el mal sentido de la palabra, Maquiavelos.

 
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