Un secuestro... ¿de inspiración republicana?

En lo tocante al secuestro del último número de la revista El Jueves, no es desdeñable ni el argumento legalista partidario de la orden, que apela a la aséptica aplicación del ordenamiento jurídico, ni el argumento de carácter utilitario que hace ver cómo se logra así el resultado exactamente opuesto al que se pretende. Ahora bien, por muy pundonorosa y oportuna que sea la invocación del primero, no puede soslayarse la evidencia fáctica del segundo. En su tercera de ABC, este domingo José Antonio Zarzalejos calificaba de «banal» toda apelación al criterio de oportunidad para que la caricatura quedase impune, pero no por ello se ha evitado el efecto multiplicador de la portada. Una burla que de otra forma hubiera jaleado sólo la parroquia habitual de friquis celtibéricos impenitentes, en virtud de Internet y sus metástasis habrán podido verla con el bocadillo traducido al inuit hasta los esquimales.

No me interesa aquí tanto el asunto de la libertad de expresión y sus límites, cuanto la interpretación maliciosa de un fenómeno ciertamente extraño. Teniendo en cuenta la distancia infinita entre el objetivo explícito de la medida cautelar dictada por el juez Del Olmo y el verdadero efecto provocado, contrario no a medias sino de medio a medio, cuesta creer que pueda actuarse con una torpeza así de flagrante para calibrar las consecuencias, tan previsibles. Lo cierto, al final, es que se ha difundido al máximo lo que en principio quería ocultarse, y que para un buen número de ciudadanos se ha convertido en arte contestatario un dibujo de mal gusto, mientras los responsables de la revista El Jueves están alcanzando la categoría de héroes por su audacia, penalizada desde el poder. Se ha prendido la mecha para que estalle la dinamita del estado de opinión que acaso quieran fomentar determinadas instancias. 

Y aquí entramos en el terreno movedizo de la conjetura, descabellada quizá, o puede que no tanto. La desafección hacia la monarquía es un hecho en un sector, minoritario pero activo, de la sociedad española. Como el combate abierto contra esta institución es inviable, acaso el mejor modo de hacerle frente sea con medios indirectos: dejando al desnudo el entramado jurídico precisamente allí donde éste delata que, pese a las apariencias de creciente igualdad con la gente del común, los miembros de la familia real no son en definitiva primi inter pares, que a pesar de su haraganería, encima cuentan con privilegios, entre ellos la posibilidad del secuestro judicial de una publicación que se atreve a denunciar tan alevosa injusticia. Eso insinuaban dos caricaturistas que aparecieron en los informativos de Cuatro el día de la decisión confiscatoria. ¿Casualidad?

Exista o no una trama soterrada que juegue a espolear la opinión pública hacia un punto concreto, lo cierto es que quien instó el secuestro fue Cándido Conde-Pumpido, fiscal general nombrado por Zapatero, el presidente fascinado por la Segunda República, por el republicanismo cívico, por la memoria histórica; el presidente que ha menoscabado los consensos de la Transición, cuyo puntal fue, nadie lo duda, la monarquía; el presidente que desea entroncar la legitimidad democrática con el régimen sectario surgido el 14 de abril de 1931; el presidente que, obsesionado como está con sus fantasmas, logra transformar las hipótesis más delirantes en posibles. ¿Cuál es la mejor manera de socavar aquello que en teoría quiere preservarse? Pregúnteselo al hombre que fue jueves.

 
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