La semana de un conservador: Hay años en que es mejor no levantarse

PÍOS DESEOS. De la paganía de la nochevieja quedan siempre un par de muertes por violencia mezclada con alcohol y la página trágica de quienes comienzan el año con el coche caído en un canal colector de aguas fecales. La culpa la tienen el pacharán casero y el licor de hierbas, casi siempre. Antropológicamente, el clímax de la fiesta es algo que puede irse de las manos y la apoteosis poligonera no suma al imperio de la moderación ni el gusto. Una rara palpitación nos lleva a felicitar el año por sms pero los sms los escribe el diablo. El año nuevo, en cambio, tiene siempre algo de claridad y de promesa, como rejuvenecer un día, una esperanza fluida y moderada, con los píos deseos de acometer la dieta de la manzana después de tanta grasa, tomar lecciones de baile o ser mejor persona aunque ya estamos llegando un poco tarde. Entre las felicidades razonables y pragmáticas están la resurrección del Real Madrid, la marcha de Rodríguez Zapatero, mantenerse lejos de la depresión o el cáncer, conservar la amistad de los amigos, amar el trabajo, conducir descapotables, no desear una vida más fácil, no ser invisibles a la mirada de la guapa, que los reyes magos nos dejen carbón y no un saco de polonio.

ADIÓS AL USTED. Uno puede ser un criminal, un sucio o un miserable pero no por eso se le ha de apear el usted, como los periódicos franceses llamaban a Hitler “Monsieur Hitler”. Como es sabido, uno empieza por atropellar a embarazadas y todo se degrada hasta llamar de tú a un desconocido. El usted era el engrase de la vida social, un respeto a la digna autonomía de los otros, el cauce más apropiado para las jerarquías invisibles que marcan el mérito y la edad. Lo aprendían los hijos de los padres, en una época en que el niño aún no era la divinidad transitoria de la casa ni el abuelo un trasto equiparable al vídeo ‘betamax’ que se guarda en el trastero. Había un usted de uso entre porteras y carteros y –en el otro extremo- llegan cartas de Portugal donde a uno le conceden el Excelentísimo como si supieran del entusiasmo que nos causa. Azorín y Baroja nunca descendieron al tuteo si bien dirigirse a alguien como “señor” a estas alturas confiere una untuosidad muy corteinglés. El usted ya es una atribución y no hay que temerlo porque no somos lo mismo para todos y –en realidad- tampoco todos se merecen ser un tú que implique la proximidad del corazón. El usted daba grata ceremonia a los equívocos del conocimiento, del galanteo e incluso de la ofensa, como muestran los hispanoamericanos ofendidos: “¡ustedes son unos hijos de puta!”. Ahora lo habitual es la acumulación de ira al llegar al restaurante y que el camarero argentino te llame “chico” sin saber que hace veinticinco años que tienes cuarenta y peinas telas de araña por la parte del corazón.

INTIMIDAD Y VÍNCULOS. No es una deploración del capitalismo constatar que después del trabajo hay un cansancio que no curan ni el sueño de un oso ni una sobredosis de actimel. Por suerte siempre hay una playa lejana, con sol eterno y las mejores perspectivas de felicidad sensual. De todos modos, una sobrecarga de trabajo lleva a la degeneración de un ocio que de pronto se vuelve –a la vez- ansioso y pasivo: en la oficina somos máquinas sin mácula y en el tiempo libre chismes sin estructura ni voluntad, en busca algo frenética de un continuum de diversión insostenible que no por merecer terminamos por tener. En realidad, la concepción clásica del ocio abogaba por una soledad activa, imaginativa y responsable o por la espuma leve de la vida social, que vuelve bailón al más misántropo. En el ámbito de las relaciones, ser más adulto no es ser más estable, como esos neoyorquinos que en la primera cita se echaban ya de menos. El miedo al vínculo es fatal más que nada porque no es bueno que el hombre esté solo y conviene mejor ponerse en comunicación con las cuatro esquinas del mundo. Autoprotegerse es feo negocio cuando en realidad tenemos una cáscara muy fina y es inevitable la intemperie. El vínculo aporta texturas ricas a la vida en combinación con el discurso –también perdido- de la intimidad. Se necesitaba una mejor educación sentimental o quién sabe si ya necesitamos más salones y menos discotecas, más restaurantes con luces indirectas y muy amortiguado hilo musical, la reencarnación de Madame de Rambouillet. Para que alguien se vuelva un escorpión, lo mejor es hablar de sentimientos. Es raro quien ahí no pierde pie.

RESFRIADO. Tantas aprensiones y tantos dolores de la imaginación ceden ante un lapso real de enfermedad y volvemos a saber que somos barro, que de ser un coche tendríamos marca Lada y no Mercedes. No hemos faltado a la vitamina C, hemos cerrado todos los postigos y hemos tenido el peor miedo a las corrientes de aire porque el frío –según dicen- no se tiene sino que se coge. Al final el frío nos cogió y es el momento de dramatizar la tos, de poner los ojos de tristeza y la cara de quien tiene un penar ilimitado, con ese gramo de placer que aporta el ser ligeramente mártires. Grandes días para sacar el foulard, tomar el consomé reconfortante y preguntarse dónde demonio está mamá. En parte, volvemos a ser frágiles y niños, como si tuviésemos nueva legitimidad para el mimo y la queja. El drama de perder el olfato es semejante al de las sopranos que de pronto tienen mucosidad y carraspeo porque el olfato es el alma de los sentidos y nuestra guía orientativa para el mundo. Unas gotas de agua de Colonia o de Parma lo avivan un momento, antes de acostarse al dar las nueve. La ciencia todavía recomienda paciencia hasta que nos cure una mezcla de miel y de calor y vuelva a atraernos el frío de la calle como a esos gatos que sienten la llamada de la noche.

LA CORBATA Y LOS VIEJOS CONOCIDOS. Un proceso revolucionario busca desterrar la corbata para que tengan su exclusiva los empleados de la banca, los representantes comerciales y los contables puntillosos y modestos. La corbata tiene resistencias, sin embargo, y vuelve a cada poco como vuelven para darnos la razón las sopas sustanciosas, los zapatos ingleses o el estampado invernal de paramecios. Como siempre, la virtud de la sastrería no es volvernos elegantes sino elevar el espíritu para no volvernos indignos. Basta una mañana sin afeitar para tener la cara más delincuente y más morisca, de ahí que nuestra sociedad más próxima merezca por nuestra parte un poco de decoro, higiene y planchado, el equilibrio convencional de los azules y los grises. La formalidad, al final, no sólo es grata a las señoras viudas. Muy dado al género del paseo social, es frecuente encontrar aquí y allá a esos viejos conocidos con los que la mutua indiferencia, fatalmente, ha dejado paso a una enemistad a la que es difícil dar un nombre. Ahí siempre es mejor que nos vean en traje a que nos vean en crisis y sonreímos con esa breve hipocresía que -por pura reacción- viene a ser un adentramiento en la humildad. Es otro uso alternativo de la corbata aunque sea un uso miserable, como una simonía.

LA INFALIBLE PELIKAN. La tinta tuvo que cubrirnos la cintura para admitir con cautela que podía desangrarse la pluma Pelikan, infalible y discreta, en nada parecida a un bazoka, dotada de esa solidez y calidad que saben darles los alemanes a las cosas, sean plumas o reactores nucleares. Fue el regalo de quien aseguraba escribir con pluma alemana sobre papel francés y para frases así uno siempre ha sido impresionable. Como con todo, con las plumas conviene ser monógamo, y al final se establece una relación de sensualidad absolutamente táctil, una adivinación por palpación, la gratitud de cada día hacia las cosas que nos dan su confianza. En buena parte, redimía ese disgusto de vernos la caligrafía y lo sustituía por una especie de fluidez, un rasgueo y una presión que variaba de la mañana a la noche como fluctúa la voz según el ánimo. Con la letra propia las contradicciones son universales y por eso –según los expertos en diplomática- imitamos sin querer las letras de imprenta. Ahora mismo hay un gusto de promiscuidad en abandonar lo conocido para escribir –como estos días- con un bolígrafo de “Hermanos Berzal: la gran familia del queso”. Es como el champaña sin burbujas, el turrón sin azúcar, la cocacola sin cafeína o el cariño a deshora, una confusión del sentimiento asimilable a la del niño que cree ir de la mano de su padre cuando en realidad le dio la mano a otro señor. Que falle la infalible Pelikan, con el símbolo crístico del pelícano, es una traición con parangón en que la propia mujer tenga un lance turbulento con el portero: aun así, “es de vidrio la mujer”, pero el plumín de la Pelikan era de oro. Gómez de la Serna lo resumía al decir que “las plumas son unas hijas de puta”. Nos quedamos como si al escriba del Louvre le quitaran su tablilla, con el desconsuelo de pensar que Alejandre –calle del Príncipe- ya cerró y en su lugar habrá otra tienda de alquiler de bicicletas. Hay años en que es mejor no levantarse.

 
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