La semana de un joven educado: souvenirs de Guinea Ecuatorial

EL MINISTRO EN CACHEMIR. Sobrevolamos el Sahara y el Níger, Tamanrasset, los inmensos desolados farallones, la selva caliente y nemorosa, el desierto de arena innumerable como imagen de la eternidad en los sermones o los besos que pretendía dar Catulo. ¡Dichosos los ojos que no creen haberlo visto todo todavía! Sobre una colina adivinamos una civilización caravanera, con pastores casi abstractos, en busca de la sal. El mundo se nos revela y la reacción de los pasajeros es pedirse otro whisky: por suerte, el Ministro abandona el compartimento VIP y sale al gallinero popular. Es la imagen relajada del poder, el poder con las manos en los bolsillos y el jerseicito de cachemir de quien tiene experiencia de volar. Para ser exactos con lo importante, el jersey del ministro está en ese matiz entre el azul y el berenjena de los vinos jóvenes –en su caso, por francofilia, un Beaujolais. En este momento, el viaje oficial ya se parece a las romerías del colegio, con el cura que se adentra en el autobús y tiene para cada uno una broma, un guiño, un dardo con intenciones apostólicas. El ministro mira con escepticismo pero desciende a darme –solemnemente, lentamente- dos palmadas en la espalda, como si fuera una unción. No esperaba yo ventura tanta, el instante de conversión al socialismo, la sanación milagrosa del lumbago que desde entonces ya no duele: gracias, Curro.   MALABO. Mercedes poderosos cruzan por Malabo y en la calle sólo queda un revuelo de gallinas, las niñas negras que vuelven con su uniforme del colegio de Santa Teresita de Lisieux y una abacería donde sirven como bebida regional Fanta Pineapple. “Malabo limpia es capital”, dicen los carteles, en una ciudad que también ha importado la institución madrileña del camión de la basura. La terraza del Hotel Bahía da justamente a la bahía que hoy es de Malabo y en tiempos quizá mejores fue de Santa Isabel; la cena se alumbra a la romántica luz de las refinerías y los periodistas se abrevan de Heinekens y Coronas entre vivas a una globalización que llega incluso a la bendita isla de Bioko para librarnos del desorden estomacal. ¿Dónde están los mosquitos del paludismo, souvenir de estas tierras, más allá de las máscaras rituales y los billeteros de pitón? Chevron o Texaco fumigaron, como recuerda una publicidad algo ostentosa. El clima ecuatorial pide la inyección de mil gin-tonics, y hacia el Monte Camerún se gesta una tormenta que anuncia el fin del mundo y se resolverá en la lluvia mansa de mañana.   OBIANG. Un pin de Obiang, un paraguas de Obiang, una camisa fascinante de Obiang: el geniecillo del lugar está en todas partes, robando en todas partes, en un país con bastantes Mercedes y muy pocas carreteras. Del mismo modo, por palacio del pueblo debe entenderse palacio de Obiang y por avión del pueblo –un exceso-, el avión de Obiang. También son famosas las cárceles de Obiang, donde no quieren quedarse ni las ratas. El caso es que Obiang lleva treinta años engañándonos y nos engañará mientras se lo permita el cáncer: no se ha aprendido ni una lección de la experiencia de tantos ministros que fueron a recomponer el mundo con un par de horas de almuerzo y diplomacia. Queda la cooperación internacional para extender por el orbe la tortilla de patatas y el cine de Almodóvar.   LOS BUBIS. Los bubis son altos, sanos, robustos y bien formados; van desnudos completamente con un tapa-rabo de hojas de palma, y algunos adornos de conchas avalorio, tejidos de junco, etc.; el tatuage lo usan muy pocos y otros barbas postizas de pieles de mono o chivo. Untan su cuerpo con grasa de animales restregándose luego con barro gris o encarnado, lo que impide ver su color verdadero (…) Son dulces, de carácter pacífico y nada ofensivo. Son muy aficionados al tabaco y a las bebidas espirituosas (…) Son muy raros los escesos y no se les conoce más acto de barbarie que el de amputar los brazos a la esposa aprehendida en adulterio. Sus diversiones consisten en danzas un poco lúbricas al son del tamboril y de una grosera guitarra (…) Toman todas las mugeres que pueden sostener; creen en la unidad de Dios a quien llaman Jehová y sólo tienen algunas supersticiones propias de gentes ignorantes. (Diccionario Geográfico Estadístico Histórico de don Francisco Coello de Portugal, aliando civilizaciones hacia 1850).

 
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