El silencio de los honrados

Ahí los tienen. Reivindicándose. No nos llega con aguantarlos, sino que aún encima se adornan y protestan. Dicen que se ganan honradamente el sueldo. Que están cansados de críticas. Hartos de que les tachemos de vagos. Que hay gente que trabaja menos y cobra más. Que ya está bien. Pobres. Los unos y los otros. Por primera vez se han puesto de acuerdo todos los que dicen representar al pueblo en el Congreso… ¡para quejarse del pueblo! Valiente paradoja.

Pronto crearán un partido político para defender los intereses de los políticos y se dejarán de tanto teatro. Las cosas claras. Si no van a defender a los ciudadanos, sino a financiar sus respectivos chiringuitos, lo mejor es que lo hagan sin caretas y nos ahorren los discursos lacrimógenos. Mientras quienes gobiernan traicionan y apuñalan a propios y ajenos en su permanente e irresponsable huída hacia adelante, quienes han de ejercer la oposición llevan meses de siesta. Están siguiendo la estrategia del Avestruz, mezclada con la del Oso. Un clásico. Un viejo truco que ya utilizaban ciertos chorizos para trincar cartones de Don Simón en el Carrefour. Nada nuevo.

Hasta ahora, lo que conocemos de los parlamentarios españoles es que saben ceñirse con fidelidad al patrón que marcan sus respectivos partidos. Siguen al pie de la letra una serie de pautas que ni siquiera figuran en el programa electoral, sino que dibujan a escondidas los asesores y consejeros del partido. Los de la sombra. Los que saben que es más fácil ganar las elecciones agarrándose a una estrategia publicitaria que a una idea política. Para hablar de esto -e intentar reírme un rato- escribí hace poco “¡Un ministro en mi nevera!”. Y nada ha cambiado desde entonces.

De los parlamentarios del montón no esperamos nada. Lo triste es lo de los buenos. El silencio de los honrados es el drama de España. Quedaría algo de vida en la clase política española si abrieran la boca quienes no parecen dispuestos a plegarse a este juego parlamentario vacío y previsible. Pero guardan silencio. Saben que cualquiera de los grandes partidos tritura antes a uno de los suyos, que a veinte de la oposición. La prueba la tienen en los que han intentado abrir debates en el seno de sus respectivos bloques. Piensen en ellos, en los últimos dos años, y vean dónde están ahora. Por eso los honrados, los que quedan, los que creen en la política, en el Parlamento, y en el debate de ideas, prefieren el silencio o la puerta de atrás.

La polémica de estos días ha sido emocionante. En defensa de los parlamentarios han salido representantes de todos los grandes partidos. Lo mejor de cada casa. Ha dicho Bono que nuestros políticos no son “una casta ociosa”. Y tiene razón: trabajan demasiado, como demuestra la cantidad de delirios y despilfarros que figuran en cada BOE y en cada boletín oficial autonómico. Por su parte, la incombustible Celia Villalobos ha estado más ocurrente: "Si no hay parlamentarios, ¿qué tenemos, un general montado en un caballo y todos calladitos?". Y también tiene razón. Lo malo es que ahora tenemos doscientos tipos montados en el caballito, y aún no tengo muy claro si sirve de algo todo lo que nos dejan ladrar.

Pese a todo, les confieso que me río. Salven ustedes las excepciones que quieran, que ya sé que las hay, entre escaño y escaño. Pero yo veo las caras de nuestros políticos más destacados, leo sus declaraciones y disfruto viendo los homenajes que se dan unos a otros. Bajen a la política autonómica y verán muchos más aún: medallas, calles, placas, bustos, y tributos varios. Abrazos. Aparcan sus diferencias con asombrosa facilidad cuando se trata de darse brillo, subirse el sueldo o celebrar un cumpleaños como si fueran niños de escuela. Los contemplo, adjudicándose avenidas, protegiéndose, y rindiéndose homenajes en el Congreso y me da la risa. Porque tengo la impresión de que dentro de 50 o 70 años, cuando nuestros hijos y nietos se decidan a ajustar cuentas, se van a poner las botas arrancando placas de los callejeros, retirando medallas y tumbando los bustos de quienes hoy están contribuyendo alegremente a devaluar nuestra joven democracia, a levantar nuevas fronteras entre nosotros y, en definitiva, a destrozar el espíritu de la Transición.

 
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