La soledad a la moda – La soledad como un ‘spa’ – Sobre la soledad posible y la imposible

Como las golondrinas y las rosas, la soledad tiene mucho prestigio literario. El lugar común dice que los escritores son de una vanidad insoportable y –en consecuencia- los demás tienden a apartarse de ellos, lejos de esa gran obra de misericordia que es soportar la destemplanza o la rareza ajena. Para subir al Parnaso, no pocos letraheridos hicieron santa a su mujer. Otra teoría es que para muchos la vanidad constituye una autosuficiencia y ya tienen alimento bastante con su solipsismo: vanidades de ese calibre merecen una cierta admiración.

De la misma manera que no hay que observar a la musa de los poetas por si es un espanto, es mejor no preguntarse qué razones o despechos, qué altivez herida hay tras cada alabanza de la soledad, de la aurea mediocritas, de la escondida senda, de la vida apartada y el elogio de la aldea: en todo esto suele estar la mezcla tan humana de verdad y mixtificación, de ilusión, con un grado de optimismo de la voluntad. Si uno está solo en los montes por elección o por fatalidad, lo mejor que puede hacer es buscarle lo agradable: también la infelicidad, por suerte, conoce la inconstancia, y uno seguramente puede vivir en ásperas soledades como se puede convivir con una joroba o con un tartamudeo. En general, si un escritor es muy vanidoso, no es porque sea escritor –podía haber sido un ceramista o un contable vanidoso. Las relaciones entre vanidad y escritura están sobredimensionadas aunque sólo sea porque ninguna vanidad es tan pequeña que quede colmada con el hecho de escribir. Está quien afirma que la escritura es cosa seria y –por lo tanto- merece acaso orgullo más que vanidad: un orgullo como una fe, difícil en un país donde la escritura está –para lo malo y para lo bueno- muy poco institucionalizada. Lo más cierto es que un punto de malicia suele ser vivificante. Las buenas personas rara vez dan en escribir o hacer política. Seguramente todo esto sea compatible con una inocencia imprescindible.

En realidad, la soledad es problemática precisamente porque somos intensísimos animales sociales y esta naturaleza sólo puede vencerse con un gran motivo y mucha violencia interior y no poca práctica. Sería tan absurdo hacer una coquetería de la soledad como de cualquier otra cosa, aunque esta vanidad infantil –la vanidad siempre es infantil- sea disculpable. Lo cierto es que para escribir Guerra y Paz o para leer el Quijote, hay que encerrarse –ese es un dato irrevocable- y que antes o después nos llega a todos la Gran Soledad y conviene ir entrenando. Entre los escritores, sin embargo, abundan los ‘causeurs’, en parte porque en las buenas conversaciones hay un estímulo intelectual de pura vibración y el chismorreo también tiene su atractivo. La sociabilidad respetuosa, las formas de la cortesía, el tránsito pacífico de la vida exterior, el saber no hablar de nada, son logros imponderables y –por lo demás- del todo compatibles con el individualismo. En resumen, uno se hace misántropo porque se le da mal tomar copas: el resto –en efecto- es literatura. Desconfiemos de todo agonismo y de toda inmolación estética. Por supuesto, siempre habrá quien toma por humillación el ser más normal de lo que cree.

La vida es mediana e irrisoria. Pulvis, cinis. Casi todo el mundo -en el fondo, a cierta distancia, desde una perspectiva adecuada- es un pobre hombre pero la respuesta a esto es menos el desprecio que la piedad. Es curioso que la paz de las letras haya dejado siempre tantos malheridos: el que lo fue todo y no es nada, el talento sin suerte, el tipo al que convencieron de su genialidad, la medianía pastosa. Todo parece un gran desguace y hay quien prefiere apuntarse al desengaño preventivo. Estas no son contradicciones, digamos, artísticas sino contradicciones laborales, que son mucho peores, pues al fin y al cabo el arte tiene su cocina y sus apaños –el arte es siempre menos artístico de lo que tiende a pensarse- y también la indignidad sobrevenida puede llevarse dignamente. Uno puede consolarse pensando en el divino fracaso pero por estos motivos en Esparta te colgaban. A los escritores les gusta aún más quejarse que escribir pero –generalmente- de lo que se quejan es de que no pueden quejarse: en ese punto merecen nuestra compasión más atenta, delicada y amorosa. Lo más práctico, supongo, es hacer caso al mundo y creer que, en efecto, escribir no importa nada.

En sus Cartas a Lucilio, Séneca recomienda no hacer jactancia de vida retirada, aunque sea porque todo privilegio merece discreción. También es posible que quien esté solo tenga ganado un cierto derecho a creerse sus propias fantasmagorías, y de hecho a los escritores se les suelen perdonar incluso más allá de lo que pide el ridículo. Estar solo y estar loco no riman por casualidad, y es común que el solitario pierda el amarre de lo real, lo cual raramente redunda en algo legible: el que de todas maneras va a escribir, tendrá por bueno orearse por el mundo. Por supuesto, hay locuras muy inofensivas, una inadaptación creativa, y detenerse a leer poesía china hoy por hoy no es algo que se entienda en términos mundanos, aunque en realidad es el mal mundo el que se equivoca al hacer normal la contemplación de la Fórmula Uno antes que la lectura de Li-Po. En tiempos anteriores a la literatura anémica, a la literatura happy y a la nueva cursilería, escribir era también una lucha del espíritu hacia la claridad. Eso tiene poco que ver con la literatura del VIPS y los novelones de templarios. Al mismo tiempo, la soledad, el enroque, es condición necesaria de la fuerza del carácter. De alguna manera, cabe tomar copas siempre que uno sepa que se está traicionando. La vida moral nada agradece más que la conciencia de una cierta mala conciencia.

Si nos atenemos a las revistas, hoy la soledad parece que vuelve a la moda. Hay una noción de independencia, de bienestar. Es la soledad como un ‘spa’. Por una vez, si se excusa la frivolidad, tienen razón. La soledad espléndida que da una buena renta, la soledad con dinero, la soledad con libros, la soledad como apetencia del espíritu, como silencio y libertad, es algo magnífico para cualquiera –para un tipo prosaico o para un pequeño Proust. Así hay tiempo para pasearse, para hacer unas compritas, para leer sin obligación, para esa obligación de no pensar en nada hasta que a uno se le ocurra algo, para quedar con los amigos. La soledad a la carta es maravillosa, como un egoísmo a la medida, hasta llegar a esa idealidad masculina de la vida adulta como tránsito entre un estado de felicidad y un estado de indiferencia.

 
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