La tragedia de Londres, resultado de lecciones mal aprendidas

Como toda persona bien nacida, siento mucho lo de Londres, más aún porque un moscovita, como un madrileño, sabe lo que son vagones deformados por una explosión, cadáveres sin identificar y multitud de gente desesperada frente a hospitales y morgues.

Lo siento, pero no dejo de preguntarme cómo es posible que las más importantes capitales del planeta, una tras otra, sean víctimas de ataques procedentes de una misma fuente y realizados casi con los mismos métodos. ¿Por qué después de cada entierro, entre un atentado y el siguiente, de nuevo vienen la calma y la relajación universales? ¿Y por qué los políticos, si hacen algo, lo hacen obviamente mal? No consigo desprenderme de la sensación de que esta «tragedia de turno» —evidentemente, y por desgracia, no la última— es resultado de ciertas lecciones mal aprendidas por los líderes mundiales. Intentaré repasarlas aquí.

Primera. La denominada coalición antiterrorista todavía no es una coalición en el pleno sentido de la palabra. Por supuesto que los profesionales de los servicios secretos intercambian información y se ayudan, como demuestra la delegación de técnicos españoles que se encuentra ahora en Londres, pero la política del doble rasero abre en el campo de batalla brechas entre los distintos grupos de lucha antiterrorista.

No me gusta lanzar precisamente hoy reproches a los ingleses, pero debo hacerlo en aras de las personas que hemos sobrevivido hasta la fecha. Es probable que algo cambie tras los atentados en el Metro londinense, mas conviene no olvidar que la capital británica ha sido hasta ahora refugio para toda clase de islamistas radicales, esos que engrosan las filas del terrorismo internacional. El imam Abu Hamza, por ejemplo, el ideólogo más conocido del radicalismo wahabita en el Reino Unido, podía hasta hace poco dirigir tranquilamente sus prédicas instigadoras de odio desde una mezquita cercana a Finsbury Park. Es más: contaba con la protección de la policía inglesa. En ese recinto se hacían públicas colectas de fondos para organizaciones terroristas, y allí se celebró, en 1999, el Congreso de la Yihad contra Rusia, cuyos organizadores exhortaban a la audiencia a matar infieles.

El resultado no se hizo esperar. Dos súbditos británicos, ex «alumnos» de Abu Hamza, estaban entre los terroristas que tomaron rehenes en una escuela de Beslán (Rusia, Osetia del Norte). Aquel atentado causó la muerte de centenares de niños. Conste que el imam fue arrestado hace muy poco tiempo: las peticiones rusas habían sido desatendidas, así que fue necesaria una solicitud procedente de Estados Unidos. He aquí otro detalle sintomático: las cuentas de Al Qaeda en los bancos británicos fueron embargadas hace apenas seis meses. El lector sacará sus conclusiones.

Segunda. Algunos miembros del G-8 cometen un error garrafal cuando intentan convencer al mundo de que el dilema se plantea en los términos de «democracia anglosajona o terrorismo»: el IRA y las Brigadas Rojas surgieron en condiciones de democracia. Tampoco es verdad que cualquier nación no integrada en la órbita de las democracias occidentales genere terrorismo. Es la conversión violenta de los musulmanes al modelo anglosajón lo que contribuye a reclutar nuevos terroristas.

El camino del éxito se encuentra en otra dirección. Un Islam sano ha de actuar con plenos derechos como aliado en la lucha contra el terrorismo: es la única manera de vencer al Islam enfermo. Todo indica que los terroristas lo entienden mejor que determinados líderes del G-8. No es casual que el embajador egipcio en Irak fuera ejecutado por los terroristas el mismo día en que se produjeron las trágicas explosiones en Londres: para ellos, el Islam sano es el enemigo más temible.

La España cristiana se percató de ello mucho antes que los demás. Habiendo vivido la época de la Conquista y Reconquista, los españoles supieron finalmente encontrar un lenguaje común con el mundo árabe y, a la larga, asimilaron muchos de sus valores culturales.

La civilización anglosajona debería hacer algo parecido, ya en una nueva etapa histórica. No es posible forzar a la población local, cosa que se está intentando en Irak, para que construya una nueva pirámide de Keops, es decir, una democracia de modelo anglosajón. Hay que respetar las tradiciones ajenas, reconocer por fin la diversidad del mundo y entender que Oriente no cabe en el lecho de Procusto moldeado a la medida de la visión occidental. No se puede luchar contra el terrorismo con una mano y generarlo con la otra, será el cuento de nunca acabar.

 

En conclusión: es preciso que la coalición introduzca correctivos en su concepto y cierre filas; de lo contrario, nos esperan nuevas tragedias, y muy pronto.

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