¿Hacia dónde va la cocina contemporánea?

Son tantas las evoluciones y revoluciones de la gran cocina en estas décadas que conviene mantener como norte aquella vieja noción según la cual el corazón humano aún se alegra más por la invención de un nuevo plato que por el descubrimiento de una estrella. Esa es otra manera de decir que, por mucho que cambien las circunstancias, la historia de la cocina no es sino una buena parte de la historia con que los hombres han buscado cortejar a la felicidad. Del arraigo a la globalización, de la preocupación por la salud a la investigación en cocciones y materias primas, del Japón a Telepizza, la cocina actual aún mantiene el tradicional clivaje entre cocina doméstica y una cocina más académica que nunca, al tiempo que ambos campos conocen más vasos comunicantes y también más distancias. Como breve decurso, puede afirmarse que, si la cocina académica se reinventa, la vida de los últimos decenios ha redefinido cuando no extinguido esa cocina popular que, sin embargo, triunfa a petición del público en lugares de autenticidad sin nostalgia. De vuelta a las cumbres, parece cierto que, en términos de sensibilidad, la alta restauración ha sabido ser más inclusiva que otros ámbitos, o ha sabido asumir mejor los ‘rapports’ entre tradición y presente, de modo que el comensal o el estudioso tienen ante sí una oferta más atomizada que nunca, con un eclecticismo en las propuestas que se sustenta en un mayor conocimiento académico del arte culinario, en un afán tecnológico siempre sorprendente, en una ronda permanente a la cocina de otros lugares y otros tiempos, en una mayor voluntad de arte cuando no de filosofía  y, en definitiva, en una restauración pública donde conviven en paz los grandes conservatorios de siempre y los laboratorios más sagrados de la vanguardia. Baste con mirar España en torno para ver el salto cualitativo de la hostelería, no ya desde que los viajeros ingleses y franceses deploraban las ventas españolas sino desde veinte años a esta parte, en marejadas sucesivas de moda, de la fusión al tradicionalismo de nuevo cuño y con el aporte asiático que está para quedarse. Como fuere, no son malos tiempos para la cocina.

Nada de esto hubiera sido posible sin la consolidación, al compás de los cambios, de una corriente sociológica que ha redefinido el perfil no ya del gastrónomo sino del hombre que frecuenta los restaurantes mejores del momento. Por comparación con la época de Brillat-Savarin, la afición por la buena cocina se ha extendido y democratizado de modo absoluto: hay incluso quien ha afirmado que la gastronomía como hobby es a la vez respuesta y consecuencia del nuevo nihilismo contemporáneo. Desde los tiempos de la nouvelle cuisine, a partir de los años setenta y ochenta, hasta las propuestas más escenográficamente espectaculares de la cocina molecular, se ha satirizado no poco la figura del nouveau riche que pasó de colgar en su casa los cuadros que no le gustaban a poner cara de arrobo al olfatear una copa de vino. Ahora el proceso es de normalización. Lo que se critica, en definitiva, no es tanto la generalización de la vocación sibarítica como la pérdida del sentido tradicional del gastrónomo, es decir, que la finura en el gusto por la cocina, la excelencia y el conocimiento a la hora del saber comer y saber beber, es algo que se ha reducido a los mismos fogones y ya no implica una hegemonía del gusto en otros ámbitos de excelencia, como las artes, la literatura o la exquisitez sartorial. Tampoco implica una alineación de los hombres de poder con la mejor culinaria del momento: los power restaurants ya no son los restaurantes más estrellados, y los restaurantes más estrellados ya no son los tradicionales power restaurants. De alguna manera, la cocina se aísla de otros dominios del gusto: es el crítico gastronómico en zapatillas y sin lecturas por oposición al epicureísmo clásico de, por ejemplo, un Néstor Luján. En fin, si sumamos eclecticismo, globalización y democratización, no nos extrañará encontrar como uno de los rasgos definitorios de la nueva cocina su vocación de informalidad, visible en comedores, cocineros y en el abandono paulatino de la rigidez del dressing code tradicional. Al cambiar la alta restauración, también cambia algo por tradición anejo a ella: las artes de la hospitalidad.

A fin de ejemplificar estos cambios, podemos tomar como modelo –hay otros posibles- el caso del restaurante parisino Taillevent, descrito por la crítica Patricia Wells en estos términos: “si Taillevent no existiera, habría que inventarlo: es el pilar fundamental de la cocina francesa, el ideal de lo que se puede y debe hacer a la hora de llevar un restaurante, a la hora de tratar a cada comensal con honor y dignidad”. Con una eternidad de estrellas Michelín a sus espaldas, Jean Claude Vrinat –“el último gentleman de Europa”- dirigía el comedor de Taillevent como una liturgia atemporal, en la tradición ininterrumpida de los templos parisinos como Lasserre o La Tour d’Argent. Al recordar un almuerzo en Taillevent, el crítico norteamericano M. Steinberger anota cómo “aunque no hay nada que pueda parecer obsequioso en su comportamiento, Vrinat casi parece halagado por nuestra presencia”, al tiempo que piensa que, siendo Taillevent el más reverenciado de los grandes restaurantes franceses, “uno no sólo se siente bienvenido: uno siente que, verdaderamente, forma parte de allí”. Con sus tres mil referencias de bodega y su clientela prestigiosa, Vrinat había buscado alejarse del inmovilismo tan a la mano en un restaurante fundado en 1946, y hasta 2007 sus esfuerzos fueron premiados por la Guía Michelín con tres estrellas. Cuando en 2007 se le retiró la tercera estrella, el International Herald Tribune denunció que la degradación de Taillevent se debía “más a un deseo de provocar que a un compromiso con la credibilidad de la propia Guía Michelín”. Vrinat moriría menos de un año después. El citado Steinberger sentencia que, al racanear la tercera estrella a Taillevent, no sólo se castigaba a una institución venerada sino que se señalaba el fin de un estilo particular de gran restaurante, llevado con gran coreografía, pasión personal y exigencia minuciosa. Hoy hay restaurantes con tres estrellas michelín y sin manteles: si este aserto suena negativo, probemos a leer que hay restaurantes cuyas propuestas no necesitan ningún aparataje superfluo para resultar excelentes. Sea como fuere, Pitu Roca, de El Celler de Can Roca, sentencia desde sus tres estrellas michelín que los nuevos restauradores están lejos de alcanzar esa madurez en la sala de viejos grandes como Zalacaín o Vía Véneto.

El debate sobre la influencia de la Guía Michelín es uno de los debates que más polémicas ha prendido en los últimos años, junto a las discusiones sobre el perfil del chef y las peleas casi cuerpo a cuerpo a favor o en contra de la cocina molecular. Anejo al debate sobre la Guía Michelín queda el debate sobre la remoción de Francia como meca actual de la cocina. Por principio, en Francia, según la revista Apicius, “se respeta excesivamente la tradición, lo cual viene a sofocar los afanes de los jóvenes con ganas de investigar”. En Au revoir to all that leemos cómo la renovación de la cocina española, surgida en parte del apostolado de la nouvelle cuisine realizado en tierras españolas por Paul Bocuse y comandada por cocineros como Juan Mari Arzak y Pedro Subijana, ha venido oscureciendo la preeminencia de la alta cocina francesa, siendo San Sebastián, con sus dieciocho estrellas Michelín, la ciudad del mundo con más estrellas per cápita. Según el chef neoyorquino Daniel Boulud, “en España, nadie siente nostalgia. En Francia, todo es nostalgia: están cogidos entre tradición y globalización”.

Tal vez por eso, a finales del siglo XX, hubo un movimiento reactivo a cargo una docena de chefs franceses, guiados por los míticos Alain Ducasse y Joël Robuchon, contra “la globalización de la cocina” y “la innovación a cualquier precio”. Año y medio después, sin embargo, y como muestra del debate en que se encuentra la alta cocina francesa, un grupo de cocineros no menos prestigiosos, coordinados en el llamado “Grupo de los ocho”, propugnaba abrazar la globalización y animar a la experimentación en los fogones. Los nombres de estos chefs son más que conocidos: Pierre Gagnaire, Michel Troisgros, Michel Bras; en definitiva, en ellos nos contemplan muchas estrellas Michelín. En cuanto a la propia Guía Michelín, cada vez más asediada por su presunto alejamiento de la realidad ante supuestas servidumbres del mercado turístico –sobrerrepresentar a Francia o a Japón, por ejemplo-, va generando resistencias en su, hasta ahora, indudable magisterio. Como hitos en el camino destacan varios: en primer lugar, el hecho de que dos receptores de tres estrellas en Londres, Marco Pierre White y Nico Ladenis, optaran separadamente por devolver sus estrellas, tanto para reorientar el modelo de sus restaurantes como para no soportar la turbopresión de mantenerse en la cima sin desfallecer. En St-Étienne, Francia, poco antes del “no” de White y Ladenis, Marc Veyrat fue el primer “tres estrellas” que declaró su bancarrota, señalando así el fin de la relación directa entre predilección de Michelín y ventura económica, lo cual no era sino indicar una pérdida de influencia de la Guía. La propia muerte de Bernard Loiseau en 2003 se achacó, en parte, a esa misma “presión insoportable” de mantenerse con tres estrellas en renovación permanente. Con todo, quizá el peor revés que se ha llevado la Guía Michelín en estos años es la publicación de L’inspecteur se met à table, el libro de Pascal Remy en el que, por primera vez, se desvelan los cotizadísimos secretos de la casa.

(El curioso lector podrá encontrar la versión íntegra del texto en el prólogo de Summa Delecta, libro que ha de aparecer en diciembre de este año)

 
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