Caleidoscopio cubano de un moderado español

EL CHIC DEL TERCER MUNDO. Moratinos sacude la ceniza blanca de un insigne Trinidad y ahí tenemos el ‘tableau vivant’ de la fascinación que causa el tercer mundo en su versión corrupta. La izquierda occidental busca a Cuba, a Bolivia, a Venezuela, como un bautismo por inmersión en una sociedad sin competencia, poblada de buenos salvajes. Es una vuelta a la naturaleza o la nostalgia del légamo aunque los tics occidentales de la buena cocina y el confort de cinco estrellas aporten un contraste llevadero. Del castrismo se tiende a pensar que es una manifestación más del tipismo a la cubana, como el ron o la guayabita del Pinar. El cliché quita realidad y dramatismo y por eso Fidel es en el orden semiótico más parecido a Mickey Mouse que a Adolfo Hitler: todavía pervive la noción de que el castrismo fracasa por causas ajenas y –cincuenta años después- aún hay que hacer la pedagogía de que es intrínsecamente malo –tan malo como una definición del mal. A la izquierda de occidente le atrae la elasticidad de unas leyes que desembocan por su propio movimiento en la corrupción. Ahí, estar del lado de la autoridad tribal confiere inmunidades y lejanías ilusorias, y da mucho placer que a uno le atienda un negro aunque eso hable de las peores inclinaciones de la naturaleza humana. Al final, es muy difícil sustentar con Marx en una mano que el Trinidad que fumamos con la otra viene a costar el salario mensual de un camarero.

EL COMUNISMO COMO ACUARIO. Por las alturas y azoteas de La Habana querríamos ver letreros de AXA Seguros, de neumáticos Pirelli, de cerveza marca Heineken, empeños modestos de la libertad. A cambio están el Patria o Muerte, la inmensa letanía de una revolución que –al cabo de los años- se impone por repetición y hastío. La revolución es una farsa de sí misma pero el esfuerzo era tan imposible que seguramente como farsa sea mejor: era su única viabilidad, también sangrienta. La domesticación de las fuerzas vitales de la sociedad ha sido tan intensa que ya nadie se atreve a pintarrajear que el Ché es un comemierda. Se trata más bien de retirarse a la propia vida y a las propias cautelas porque el totalitarismo es el gran acuario donde uno se mueve y existe, sin otra trinchera que la vertiente más íntima de la libertad, allí donde no llega el ardor de la cartelería. Por contraste con todo el tercer mundo, las plazas cubanas se pueblan de ociosos pero hablan poco entre sí porque luego cualquiera puede hablar mal de los demás y en Cuba eso tiene consecuencias. Es un cainismo implícito que puebla de desasosiegos el futuro. “Seguimos construyendo la obra de la revolución”, dice un cartel sobre una ruina, y unos niños con harapos juegan béisbol, y una vieja sin esperanza espera el ómnibus.

GASTRONOMÍA. Tanto y tanto desastre, tanta copia de destrozos no podían sino afectar a la cocina. El caimito, los cocuyos, la guanábana, el anón, el mamey, las cotorreras: nadie los recuerda ya porque se han extinguido con la agricultura. Con la economía se extinguió la gastronomía: tal vez la cocina caribeña no esté en la excelsitud de las cocinas pero como nutrición de la memoria vale más que ese incierto sucedáneo cárnico llamado fricandel. También la captura de camarón y de langosta está controlada por el gobierno para que llegue a los hoteles. El apego cubano a la cocina española fue de una intensidad conservadora que les llevó a mantener no sólo la paella sino el caldo gallego o la fabada; la cocina criolla, por otra parte, siempre ha sido sabrosa y contundente aunque ‘high-carb’. Hoy en Cuba se pasa hambre, lo cual es como estar triste en el Edén. Para las vitaminas está el Pharmatón Complex de la caridad espontánea.

EL TURISTA REVOLUCIONARIO. Al turista revolucionario ya se le detecta en el Boeing de ida y nuestra tentación es sugerirle que pruebe a viajar en Tupolev. La superioridad capitalista al final se manifiesta en estos ámbitos como el contrapunto entre las fantasías de la libertad y el rigor del dirigismo: Estados Unidos diseñaba la suave aerodinámica del Chevrolet Bel Air en los años cincuenta y, en los años ochenta, la Unión Soviética seguía aún en el esquematismo de los Lada. El turista revolucionario lleva la camiseta del Ché que se compró en el primer viaje y ostenta el aire superior de quien vuelve a casa y sabe de la cosa. Viaja a Cuba como quien va a la reserva de los indios o a la sección de exóticos del zoo. En Europa ser revolucionario sale gratis pero allí se hace más difícil. Entre los más largos olvidos europeos está el no haber rendido tributo a quienes se opusieron al comunismo cuando el comunismo se iba a comer el mundo como si fuera un canapé -y eso duró hasta los ochenta. De la misma manera, la abundancia demográfica de imbecilidad en la juventud no implica el correlato entre los términos. En un plazo de veinte años, el turista revolucionario votará al centro derecha: algunos no fueron imbéciles políticos de jóvenes pero es una gran inocencia pensar que en el mundo sirve de algo tener razón o que por este motivo alguien nos va a dar un caramelo.

VARADERO. Varadero de fétidas aguas transparentes, sentina color turquesa donde exportamos los excedentes de grasa occidental con la adición de mal gusto de que sea ‘bon marché’. La Habana es un concurso de piernas pero las playas de Varadero desalientan con el efecto claudicante del bromuro: la nuestra es una civilización adiposa y terminal aunque en Cuba es fácil confundir esbeltez y raquitismo. La conclusión es que va a llover azufre en todas partes. En Varadero, la rigidez de las castas se asienta en la relación de vasallaje entre el aborigen y el turista, con bares intolerables según el canon europeo. A cambio, todo está permitido y por eso hay tantas cosas que dejan de importar. El castrismo tolera el turismo como mal menor y por eso construye un penal dorado con campos de golf, con la pulserita que le permite a uno el ideal de beber hasta morirse. Es el trópico a buen precio, tecnicolor del paraíso para la corrupción y el medio pelo de occidente, asequible para funcionarios que hacen horas extras. Por cinco pesos, un turista canadiense pide a un camarero cubano que le quite la arena de los pies vertiendo Havana Club. Sólo en Cuba servir es servidumbre porque no hay más opción. Allí en Varadero conocemos a un cristiano que recibe su sustento de la fe porque no tiene nada para la olla exprés, y en él la ‘religio’ vuelve a ser ‘libertas’.

EL TURISTA SEXUAL. Jóvenes con la moral en casa, viejos con retour de l’âge, emociones del alcohol, peligros ciertos de las noches habaneras, divorciados recientes que buscan para su inconteniencia un desatasco: para los cigarros puros, Cuba es un humidor inmenso y para el sexo es un burdel de mil kilómetros. La estadística de venéreas muestra cepas del SIDA neobarrocas y una incidencia mayor que en los años de Batista. Según Fidel, las putas cubanas al menos son las más educadas del mundo. He ahí a Cuba, aristocracia vieja del nuevo mundo, como aliviadero pansexual de la moral de estercolero de occidente, que paga en dinero o en especie. Todo debe funcionar por códigos secretos pero se da el caso de entrar en un bar y que estén a la mesa señoritas a las que es mejor no preguntar ‘y tú a qué te dedicas’. Lo común es ver a canosos que van y vienen con mulatas, invitaciones a cenar en Floridita y desayunos entre desconocidos tras la noche de hotel. Hay un raro equilibrio entre la restricción y la vista gorda pero al final el fenómeno avasalla. Ahora triunfan los ‘pingueros’ para el público homosexual y cuando oscurece salen las prostitutas a hacer su raid: que yo recuerde, en España las mujeres no tiran besos por la calle. Curiosamente, he visto a muchas nórdicas con rosácea en la compañía de garañones negros. Todo se hace sin pudor y sin rubor o quizá es que a los hombres de occidente nos falte la viagra en el café. En todo caso, no se necesita postular en un convento para que la constatación del mundo como cloaca sexual se asemeje a beber un agua sucia.

INMIGRANTES. Fue después del 98 de tristezas que los españoles dejaron en La Habana –por ejemplo- el Centro Asturiano o el Centro Gallego. Hoy dan su brillo a un lado y otro del Parque Central. En España, a cambio, despejamos notables edificios para hacer la Casa Arabia mientras hierve Lavapiés. Son concepciones muy distintas de la emigración. En todo caso, mirar el trazado urbano de La Habana como ciudad de las maravillas da indicio de los tiempos en que los españoles hicieron las cosas como nadie: esto es así, del Morro hasta el Vedado, aunque a todos les sorprenda y a la mayoría les ofenda. 

MAFIOSOS DE IMPORT-EXPORT. Llevaba en la cara la codicia originaria, el hambre y la sed del dinero, los mordiscos rabiosos de la ambición. Era vecino de mesa en El Patio, junto a la catedral. Los mafiosos suelen tener pinta de mafiosos: ropa negra, cuello corto, mandíbula potente, un paso demasiado enfatizado, el exceso de confianza que da el exceso de dinero. Trasiega mojitos pero necesita la cabeza fría y no es de los que se suela emborrachar. Habla de exportaciones de Havana Club mientras sus comensales chilenos se recuperan del avión. Es el tipo del extraperlista, del traficante, del corrupto hasta la caricatura aunque ahí lo pone y lo quita un Estado que sólo coge del capitalismo los malos modales. Después de los helados invita a puros y él se enciende –casi mastica- el Cohiba del poder. Las volutas del humo dibujan sumas fabulosas, el sueño del dinero sin esfuerzo. Paga Cuba y él se lleva la parte de su sisa en el bolsillo.

MAFIOSO DEL PUEBLO. Camino de Pinar, un coche casi centenario se avería, dos hombres lo remolcan y nosotros recogemos al conductor que aúlla en desespero. Por mi parte aún seguiría allí pues soy aprensivo con mis hermanos los hombres y pensé que ‘aquí nos roban y nos matan’. A cambio, era ingeniero de una plantación y se ofrece a regalarnos unos puros. También era comunista con la fe del carbonero –con una inocencia que le permitía llevar una camiseta de las estrellas y las barras y explicar sin contradicción interna que el domingo de trabajo voluntario era forzoso. La plantación no estuvo a la altura de mis sueños pero ahí estaba Michel, mafioso local, con su sonrisa de dientes de plata y la presencia de un bon-vivant en mala circunstancia. Era tan rapaz que sólo podía resultar simpático: al final, aceptamos comprarle algún Cohiba, más falso que su reproducción en chocolate, y quedo con ganas de cambiarle mi camisa convencional por su camisa estampada de aves del paraíso. Michel es otro personaje de esa Cuba cervantina que por carestía se vuelve picaresca.

 

CARRETERAS. Cientos, cientos de kilómetros por Cuba, en un Hiunday estatal con ruedas del tamaño de ruedines, a toda velocidad, atropellando gallinas y espantando ciclistas (o al revés). Nos guió el digitus Dei, la Providencia al mando, regente del volante para no caer a cientocuarenta en un cañaveral. El sentido comunista de la eficacia detuvo la autopista a la mitad del camino hacia Santiago pero eso es problema menor para un país donde la libertad de movimientos ni está permitida ni es posible. En las gasolineras hay café pero no hay leche, y la única indicación de los pueblos es la más útil: el cuartel de la Policía Nacional Revolucionaria. Sobrepasamos docenas de controles policiales que –curiosamente- sólo detenían y registraban a coches de turistas, en la alarmante compañía de la policía militar. Por decirlo con Gracián, en Cuba son policías todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen. En un momento, tenemos que parar a limpiar una lata de zumo de guayaba caída en el coche y se aprovecha para mear junto a un campo de caña: feliz paisaje, en apariencia, para la micción, pero nos recomiendan con toda seriedad el no mear. Quid? Por carácter siempre tiendo a las explicaciones fantásticas así que pensé que me hablarían de algún caimán oculto y mordedor, de alguna víbora que salta. En realidad, es para que no piensen que tramamos fuego. No se nos olvida el paisaje de Cuba, ver dos mares en un día, atravesar sierras de leyendas, la palma real aquí y allá, árbol de eternidad que sólo crece en Cuba y en el Cielo.

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