Viva el Villamagna

Si los lugares se definen por su clientela, habrá que decir que del hotel Villamagna es cliente Hugo Chávez, ese hombre que para qué va a conformarse con una habitación cuando los petrodólares le permiten reservar toda una planta. El bolivarianismo y el Villamagna, al cabo, son ampulosidades que se atraen: como hotel, el Villamagna es caro, dorado, excesivo, exagerado, es decir, lo suficientemente poco discreto como para encantar a todo el dinero nuevo que hay en este mundo y atraer a sí a tanta gente a la que lo que menos importa de Madrid es que tenga el museo del Prado. A medio camino entre el hotel-ciudad, el hotel de negocios y el parque temático, el Villamagna ofrece uno de los consuelos de la globalización: podría estar en cualquier parte del mundo, para librar al hombre contemporáneo de la claustrofobia de los hoteles con historia o con encanto. Alegra pensar que, incluso bajo los bombardeos de una guerra, allí siempre habría alguien para tomarse un cartón de palomitas con una botella de Krug.

Con el Villamagna nuevo –decoración neo-años cincuenta, un salón de media hectárea junto al bar- nos vienen las melancolías del Villamagna viejo, esplendente de mármoles en distintas declinaciones del color blanco. Fue un gran hotel, donde a uno –entre otras cosas- le robaron el móvil, el lugar para tomar una copita de champán en esa tarde tan íntima de la nochebuena, cuando sólo la vida cotidiana de un hotel nos puede salvar la vida. El interiorismo perpetúa a su manera el lenguaje de aquellas magnas arquitecturas hoteleras de importación americana –el Hotel Fénix o el Intercontinental. Es una comodidad de toda solidez. Dato relevante: en el nuevo Villamagna, uno sólo se ha visto con gentes inquietantes, lo cual está muy de acuerdo con el numen inquietante del hotel. Sin duda, la sensibilidad de Leopardi se sentiría perdida y herida en el Villamagna, pero sitios como este hacen del mundo un lugar más divertido. Por puro contraste, un lugar tan poco virtuoso invita a hablar sobre Pascal, a leer la Exposición sobre el Libro de Job en la terraza.

Más allá del Eneko Atxa –no comulgo-, el Tse Yang está ahí con su carta interminable aunque al final haya que volver al pato laqueado. Debieran dar una chapa a quien logre terminarse la liturgia completa en los tres vuelcos; por lo demás, es la acepción más confortable de un restaurante, grande, internacional, casi sin horarios, con vocación de gran comedor y la seguridad de una carta de vinos en la que nadie va a poner mala cara si se devuelve un Barón de Chirel. Hay chinos más raciales y más sabrosos pero ninguno más agradable, con esa cortesía de mostrar la bodega –viejos y panzudos chardonnays de la borgoña, pagos de la aristocracia bordelesa- nada más entrar, como si fuera ya el mejor aperitivo. En fin, si el hotel Villamagna fuera unos zapatos, sería unos mocasines de piel de avestruz color naranja: algo ciertamente lujoso pero no por ello practicable. Por algo tiene en las vidrieras esas ropas de Stefano Ricci –con sus maniquíes con cabeza de águila- que sólo podrían llevar con naturalidad James Bond o Jesús Gil.

 
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