Otra columna sobre Mingote

Que Dios no me llamaba por la senda del dibujo lo supe temprano. Muy temprano. Trazaba orgullosamente sobre el papel, con ayuda de varios lápices de colores, los rasgos del coche de mi papá. Con la alegría del escolar, que es una alegría blanca que nunca vuelve. Lo hacía con ilusión y con la seguridad de estar bordando mi tarea. Tras los últimos retoques, la sombra de la nariz de la profesora sobre mi hombro anticipaba su llegada para evaluarme, en cosa de tres minutos, que es lo que tardaba en recorrerse su pronunciada pituitaria a paso ligero. Y al fin, el juicio.

- ¡Qué bien te ha quedado el retrato de papá! ¡Qué ojos tan grandes! – exclamó cínicamente la profesora.

- Son ruedas. – respondí lacónico.

Fin del diálogo. Fin del veredicto. Fin del dibujo. Fin de la clase. Y fin de mi buena relación con aquella nariz amarrada a una lejana profesora. Aquella tarde parda y fría de invierno, como la dibujó el poeta, decidí que mi futuro no pasaba por las bellas artes. Aún recuerdo cada detalle de aquella jornada determinante. Vuelvo al poeta. Monotonía de la lluvia en los cristales. Y un cabreo infinito con la maestra. Confundir el coche de mi papá con mi papá. Una inaceptable falta de sensibilidad. De haber sabido lo que hoy sé, habría elevado una queja al ministro socialista de Educación, que sin lugar a dudas habría intervenido el colegio y quemado en plaza pública a la profesora, previo arresto de su pituitaria, como digo, unos tres minutos antes de retener a la maestra al completo.

Pelillos a la mar. Si no podía ser pintor, por adoquín, tampoco podía ser poeta, por culpa de las matemáticas o algo muy parecido. En el colegio aquello de la poesía me parecía horrible, gracias a la métrica y a esa obsesión de los profesores de Literatura por hacer frías e insensibles autopsias a todos los poemas. La métrica condena a los poetas a volverse ingenieros, como los pesos, densidades y medidas degradan a los arquitectos hasta hacerlos matemáticos con leves secuelas creativas. Y así, ni poeta, ni pintor, ni titiritero, mi única salida era el rock and roll. Pero llegó el maestro de Música e intentó encerrar mi duende en una partitura, haciendo del rock otra ciencia exacta y aburrida. Entre entender los enigmas de la partitura y aprender latín, preferí lo segundo, para poder viajar por cualquier país del mundo y pedir un BigMac en McDonalds en la lengua de Julio César, que es algo que siempre me ha parecido intelectualmente muy estimulante.

Así fue como comprendí que la escuela sirve para dispersar la tentación de dedicarse a las artes, que no es otra cosa que garantizar que los niños no se mueran de hambre cuando sean mayores. Por mi parte, seguí dando tumbos hasta hoy, consagrándome a las letras por el mero placer de creerme que así no tendría que madrugar, y levantándome a horas intempestivas para intentar cazar a las musas danzando entre las farolas. Y de cuando en cuando, asomándome al periódico o a los libros, para detenerme en los dibujos de Mingote, a veces con nostalgia, recordando mi frustrada vocación a los lápices de colores. Odiaría rencorosamente a todos los dibujantes del mundo si no fuera por Mingote, que me enseñó a tomarme a broma todo lo que no debe tomarse a broma, que es al fin el secreto para vivir más y mejor.

Viñetista, académico, e intelectual. Qué extraña y difícil fue su profesión. El humor de viñeta es un instante, un golpe, lo que tarda el segundero del reloj en pasar de página y el lector en mojar otro churro en el café. Y detrás de cada trazo, a veces, horas y horas de bocetos, ideas sueltas, y búsqueda de la redondez del chiste intelectual, que es la delicada frontera que separa lo gracioso de lo estúpido. Mingote lo sabía mejor que nadie, y lograba detener el tiempo en su dibujo, hasta el punto de constituir un reclamo esencial en la venta de periódicos. Sus viñetas no se leían, se admiraban.

Recuerdo hoy mi frustrada vocación de dibujante porque, como sabrán salvo que estén pasando la Semana Santa en Marte, se ha muerto Mingote. Se ha marchado ya, y no he podido entrevistarlo. Lo intenté hace un año, pero su encantadora mujer me explicó que no podría charlar con él por teléfono debido a su espectacular sordera. Quedamos en vernos en Madrid pero el tiempo, que todo lo arrastra, postergó la cita hasta hoy y algo me dice que ya es demasiado tarde. Aunque con Mingote nunca se sabe.

Me niego a llorar al genio, que eso sería traicionarle. Prefiero reírle, homenajearle como merece, y rogarle a Dios que le reserve una gran mesa de dibujo en la trastienda del Cielo, para que nunca puedan publicarse aquí sus obras completas, y para que siempre tengamos la ilusión de conocer sus viñetas inéditas al otro lado del tiempo y de la vida.

 

Itxu Díaz es periodista y escritor. Desde el 21 de marzo está a la venta su libro «Yo maté a un gurú de Internet». Sígalo en Twitter en @itxudiaz

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