Oasis: allí y entonces

No es de extrañar que, en alguna ocasión, te hayas venido arriba en un karaoke con el Wonderwall, tarareado el Whatever en clave de libertad o silbado Don't Look Back in Anger en un intento de pasar página y olvidar enfados o malos rollos que tus circunstancias vitales te hayan podido provocar. Y en todas ellas, Oasis tuvo gran parte de culpa.

"¡Allí y entonces!" es el eco actual de aquel mítico "¡aquí y ahora!" en el concierto de Oasis en Knebworth a mediados de agosto de 1996. Corrían otros tiempos, atrás quedan veinticinco años de aquellos ramalazos de rebeldía que corrían por mis venas al ritmo indie de los adalides del Britpop. Y a mí, reclamaciones al maestro armero, siempre me ha molado ese lado canalla y rebelde de los Gallagher. Si hay ofendiditos, mea culpa, con la música y los bártulos a otra parte. Ya se sabe eso de que el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.

Hace unos días, al salir del cine tras ver el documental de aquel macroconcierto  que reunió a 250.000 almas en sólo dos días, no pude evitar el tsunami de temas y recuerdos a los que, de manera cronológicamente paralela, se uniría mi estancia como docente en un college de Chichester, en el sur del Reino Unido, a mediados de la década de marras.

Las canciones, coros y melodías del rompedor debut de su Definitely Maybe, las obligadas comparaciones con los Beatles, las vacaciones de los half-terms, el The Second Coming de The Stone Roses y la rivalidad con Blur me transportaron a aquellos maravillosos años en los que empezaba a forjar mi vida en tantas y tan variadas facetas, tan numerosas como las pintas que ingería hasta el último y compasivo trago de la campana del last orders en la barra del "The Fountain" antes de que el reloj diese sus condenatorias campanadas para pedir el último trago. Juventud, divino tesoro.

Y ese retorno al pasado coincide con el fraternal sueño de Liam y Noel, aquellos irascibles hermanos de Manchester, de alcanzar la cima de una manera precipitada para, muy jóvenes, asomarse al vertiginoso mirador de un éxito que no supieron administrar después de llegar al estrellato con una asombrosa precocidad no exenta de problemas, líos y peleas de todo tipo. Ellos, contra el mundo.

Aquel verano sirvió para que gran parte de aquella generación de los gloriosos años 70 progresivamente alcanzase su mayoría de edad y, profesionalmente hablando, echara a andar con conocimiento de causa, un primer curro y el consiguiente deseo de diversión. Modestia aparte y a mucha honra, fui partícipe y fiel testigo de ello. 

Si años antes, el metal había gestado grupos y estilos con una inusitada frecuencia y variedad al otro lado del charco, el siglo se despedía con una musical y artísticamente victoriosa Pérfida Albión cuya batalla cultural se imponía y se despachaba a través de grupos y sellos discográficos que sólo tenían que poner el cazo para acumular ingentes cantidades de royalties además del orgullo patrio por el triunfo ante los rivales de la costa oeste americana. La fiebre y el filón de oro, al contrario que a mediados del siglo XIX, ya no residían en California.

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Oasis se había convertido en la oposición al imperante sonido de las bandas de Seattle y el entorno de LA, en la antagónica respuesta desde las British Isles al refinamiento cultural de aquellos músicos americanos, en la expresión cool de un canallismo que rompía los moldes establecidos mientras ponía a una banda británica en el ojo de un huracán fuera del alcance de la escala de Saffir-Simpson.

Como aquel primer single, el pegadizo Supersonic, el ascenso meteórico de los de Manchester trepó a lo largo de una escalera de éxito y tugurios que llegaban desde cualquier barrio pobre de su ciudad hasta los antros más insospechados de Londres, Liverpool o Glasgow. Curtidos en mil batallas de sus gigs musicales y asustados en un oscuro y poco prometedor entorno social, sus hits empezaron a colarse en listas y programas que se estremecían ante los acordes de aquel rompedor y mesiánico intento de Rock'n'Roll Star que, presuntuoso y desafiante, también abría sus bolos como poción mágica del futuro que tenían por delante en días a los que no les faltarían himnos como Cigarettes & Alcohol. Era la solución, el intento carpe diem de vivir eternamente en esa nebulosa estelar Supernova con las acompasadas voces del Live Forever de fondo. El plan perfecto, su Masterplan.

El patético retrato social de aquel Manchester, como el de toda Gran Bretaña, no otorgaba las vías de liberación que Oasis conseguía y ofrecía ante la ausencia de salidas de cualquier tipo en las grandes cities inglesas. Su música se encargó de hacer el resto y de generar alegría e ilusiones entre dispersas mentes y desgarrados corazones de jóvenes británicos frustrados por la realidad del momento y la escasez de oportunidades.

Sin embargo, ese éxito caducó, se diluyó, se escondió detrás del ego de unos protagonistas que no supieron gestionar las mieles de un triunfo prematuro. Aquellos prometedores inicios con The Rain, nombre de la banda precursora del producto final, acabarían paradójicamente ahogándose en un oasis de excesos para los que no existía solución final, un plan B, la mediación y trabajo de milagrosos y balsámicos profesionales o una segunda oportunidad que diese continuidad a aquella carrera de parabienes y alabanzas cuyo recorrido llegaba al profético final anunciado por Noel tras el lanzamiento de su primer álbum.

Como con el transbordador espacial Columbia y su destrucción al retornar a la atmósfera, el estado de confusión apuntado en su canción del mismo título, Oasis se fue paulatinamente desintegrando mientras desaparecía de un panorama musical huérfano de los tripulantes que habían conducido la nave musical del Britpop de aquellos años.

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