José Apezarena

Españolo, española, españole

Irene Montero, ministra de Igualdad, y Pablo Iglesias, exvicepresidente de del Gobierno, en el Congreso de los Diputados.
Irene Montero y Pablo Iglesias

Los españoles no solemos ser fans de nuestras propias cosas. Nos cuesta reconocer lo que hacemos o hemos hecho bien. Y más aún presumir de algo.

Y eso que, como pueblo, hemos protagonizado gestas muy destacadas. No hace falta mirar a la reconquista frente a la ocupación musulmana, al descubrimiento de América, al Siglo de Oro, a los tiempos en que fuimos el principal imperio europeo, a la Guerra de Independencia contra los franceses de Napoleón, o, por recordar algo más próximo, a la gesta de la pacífica transición a la democracia.

Tenemos defectos, por supuesto, pero también muchas virtudes, que sin embargo nos resistimos a ver como propias.

Nos cuesta reconocer, nos cuesta recordar y nos cuesta defender lo nuestro.

Existe un fondo de decepción, de escepticismo, de pesimismo, que nos impide valorar lo que tenemos, lo que valemos. A veces aparecen incluso tendencias autodestructivas, que se empeñan en minimizar y aun liquidar el patrimonio común.

Siempre resulta ilustrativo volver a consultar “Imperiofobia y leyenda negra”, el libro de María Elvira Roca Barea

Desconozco de dónde proceden esos complejos, si de la decadencia de los Austrias, de la Leyenda Negra, del pesimismo de la generación del 98, de la guerra civil, del franquismo…

Uno de nuestros tesoros más relevantes es el idioma. El castellano, el español.

Lo hablan 580 millones de personas, el 7,6% de la población mundial, de ellos 483 millones son hispanohablantes nativos, lo que convierte al español en la segunda lengua materna del mundo por número de hablantes.

 

Además, lo estudian casi 22 millones de personas en 110 países, y es la tercera lengua más utilizada en internet, donde tiene un gran potencial de crecimiento.

Bueno, pues hay quienes se están empeñando en desmontar, destrozar, laminar ese tesoro. Entre ellos, los profetas del llamado lenguaje inclusivo, que tantas veces van en contra de las reglas internas del idioma, y casi siempre contra el sentido común.

Son, por resumir, esos que hablan de decir “hijo, hija, hije”, y “niño, niña y niñe”, con la ministra Irene Montero como adalid más destacado. Una campeona.

Esa regla obligaría a llamarnos a nosotros mismos “españolo, española, españole”.

¿Y cómo se comportan en otros sitios? Basta mirar a la racionalista y calculadora Francia para comprobar el contraste. Porque resulta que el Gobierno galo ha prohibido (así, como suena, prohibido) el lenguaje inclusivo en la educación y en el ámbito oficial. Considera que constituye un obstáculo al aprendizaje de los alumnos y no debe ser usado como alternativa para la feminización de la lengua. El ministerio respalda la feminización de algunas palabras, sobre todo las profesiones, siempre y cuando se respetan las reglas gramaticales.

La circular del ministro de Educación, Jean-Michel Blanquer, destacó que ese tipo de lenguaje modifica el respeto de las reglas de concordancia "habitualmente esperadas en el marco de los programas de enseñanza", y "constituye un obstáculo a la comprensión de la escritura", además de afectar a la lectura en voz alta y a la pronunciación.

Además, contrariamente a lo que podría sugerir el adjetivo inclusivo, se ven especialmente perjudicados los niños con ciertas discapacidades o con problemas de aprendizaje.

"Nuestra lengua es un precioso tesoro que tenemos la vocación de compartir con todos nuestros alumnos, en su belleza y fluidez, sin rencillas y sin instrumentalizaciones", decía la circular dirigida a los rectores de la academia y al personal del ministerio de Educación

Para Mathieu Avanzi, profesor de Lingüística en la Sorbona, el tema levanta pasiones porque "se toca a una lengua y a un sistema establecido" desde hace siglos. "El amor a la lengua es algo muy francés, en cuanto se toca la lengua se levantan escudos por todos lados".

Además, subraya, a muchos les molesta porque son propuestas que emanan de cierta forma de activismo. "Cuando las evoluciones de la lengua se hacen de forma natural, la gente no las ve; cuando responde a una línea militante, siempre causarán problemas entre algunos sectores".

La secretaria de Estado de Educación Prioritaria, Nathalie Elimas, afirmó que no se trata de "una cuestión menor", sino que es un "peligro" para la escuela y la lengua francesas, e incluso para la República.

El debate se arrastra desde 2017, cuando se publicó un manual escolar con lenguaje igualitario y 314 profesores anunciaron en un manifiesto que dejarían de enseñar la regla de la concordancia con el masculino. La Academia Francesa alertó: “Ante esta aberración inclusiva, la lengua francesa se encuentra, a partir de ahora, en peligro mortal”.

En Francia, el vínculo con la lengua es intenso. La gramática, la retórica, los clásicos de la literatura, son una seña de identidad nacional. Aunque el debate actual mezcla la voluntad de preservar la lengua con el temor a su declive, que es el temor a la decadencia de una Francia sometida a la supuesta influencia anglosajona.

El escritor Alain Borer, en un panfleto recién publicado, Speak white! Pourquoi renoncer au bonheur de parler français? (”Speak white! ¿Por qué renunciar a la felicidad de hablar francés?”) dice: “Ignorante de la lengua francesa, la escritura llamada inclusiva, fea, sorda, simplista, moralista, y por otro lado ilegible, apropiada para relaciones a cara de perro, constituye un signo manifiesto de la autocolonización americana, separatista y comunitarista”.

Desde mi punto de vista, muy pocos aquí se atreverían a expresarse con tanta libertad y contundencia, porque se verían lapidados. En estos pagos, tales discrepancias se pagan muy caro, porque el aparato de presión (de represión) es potentísimo. Que se lo digan a una acomplejada Real Academia de la Lengua.

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