Bebés descuartizados

Dos millones de franceses pegan a sus mujeres; una de cada mil madrileñas denuncia violencia de género; la violencia familiar en El Salvador se ha cobrado la vida de 108 mujeres en los primeros cinco meses de 2005; una de cada 100 mujeres en Andalucía ya ha presentado una denuncia por violencia de género en lo que va de año. Hace unos pocos años, en España, quinientos mil niños sufrían abusos físicos y la policía de Nueva York aseguraba que, si las cosas seguían como hasta la fecha, una de cada tres mujeres sería violada al menos una vez en su vida.

¿Qué nos pasa? ¿En qué nos hemos convertido? ¿En qué medida nuestra sociedad es responsable de la personalidad de unos seres que generan tanto odio y destrucción? ¿Hemos contribuido de algún modo a alimentar ese monstruo llamado violencia?

El conocido psiquiatra Luis Rojas Marcos hizo, hace diez años, una luminosa afirmación a través de su libro Las semillas de la violencia: “La agresividad maligna no es instintiva sino que se adquiere, se aprende. Las semillas de la violencia se siembran en los primeros años de la vida, se cultivan y desarrollan durante la infancia y comienzan a dar sus frutos en la adolescencia”.

Esta aseveración no sale de la nada. Rojas Marcos se ha sumado a las tesis de Erich Fromm que niega la existencia de un instinto destructivo en el ser humano. Enfrente de ambos, se posiciona Freud, que admitió un instinto de muerte. Otro estudioso como Konrad Lorenz sostiene que la agresividad es un comportamiento universal, determinado filogenéticamente.

A mi juicio, el ser humano nace a este mundo con las simientes de la bondad, la tolerancia y la generosidad, pero también del racismo, la ira, la crueldad o la mentecatez. Dependiendo del medio en el que se cultiven estos granos, florece una personalidad u otra. Y esta sociedad que hemos animado potencia una cultura de la violencia, que es la que engendra crueldades familiares, violaciones, criminalidad, violencias patológicas, acosos psicológicos y hasta suicidios.

Entre los elementos que fomentan hoy esa cultura de la violencia situaría, en primer lugar, a la familia. Más bien, la ausencia de familia. Pero a muy poca distancia se encuentra otro factor determinante: la televisión. Los niños imitan lo que ven y en ese estadio primero de sus existencias en el que aún están dando forma al “sistema operativo” que conducirá sus vidas, necesitan pautas y modelos. Deben percibir el bien como bueno y ejemplar, y distinguir claramente el mal como dañino y despreciable. Los trastornos provienen de la confusión de estos dos parámetros, de la falta de claridad.

Pero la televisión vive de la adicción. Se dirige al infante con la única misión de convertirle en un consumidor insaciable. La pequeña pantalla es experta en suscitar deseos en la juventud. Les tiene por una friolera si el mundo aparece al revés: si el bien es presentado como ñoño y aburrido o lo malo aparece como apetecible y seductor. En televisión sólo se persigue que mañana, la niña o el niño no puedan pasar sin su ración diaria de rayos catódicos y acudan veloces a inyectarse “share” en vena.

Consecuencia de esta actitud es la agresividad, auténtica espoleta de la violencia, derivada de la insatisfacción perpetua. Un joven sin un norte claro se retuerce de dolor. El dolor de la frustración y el deseo no correspondido: los adolescentes quieren flotar hacia lo más alto pero ni saben dónde está, ni qué conducta seguir para salir a la superficie. De este modo, la caja tonta activa un detonador que provoca explosiones violentas en cadena entre los más pequeños.

Como un día dejó escrito el filósofo José Antonio Marina, en la naturaleza no hay violencia. Hay fuerzas en lucha, energías poderosísimas, fenómenos devastadores, y en el mundo animal rige la ley del más fuerte. Sin compasión pero sin ensañamiento. El género humano es el que ha inventado la crueldad, la venganza, el rencor y los celos. Y está en nuestra mano que esa oleada de desolación –generadora de bebés descuartizados y sin rumbo- no frustre la vida de los que nos deben suceder.

 
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