El exceso de táctica agrava la desconfianza en los partidos políticos

Emmanuel Macron

         Entre los abundantes análisis del reciente proceso electoral francés, me interesó una entrevista a Marie-Anne Cohendet, profesora de derecho constitucional en la Sorbona. Considera necesaria una reforma de la ley fundamental, a la vista de que más de la mitad de los ciudadanos se abstienen o votan a partidos antisistema. A pesar de su apariencia populista, propugna la instauración de un referéndum de iniciativa ciudadana deliberativo, es decir, vinculante, como instrumento de una democracia participativa.

         Pero el problema no son los electores, sino la actitud de los elegibles. Basta pensar en la postura del líder de la Francia insumisa, Jean-Luc Mélenchon, tras conocer el resultado: buscar una mayoría parlamentaria que provoque la cohabitación, esto es, la limitación de la política presidencial mediante un primer ministro de otro signo. De momento, se han sumado al plan los Verdes. Cohendet lamenta que el escrutinio mayoritario a doble vuelta deje poco espacio representativo para los partidos minoritarios. Pero el voto proporcional acaba con frecuencia en coaliciones de gobierno que no representan a la mayoría.

         La táctica política puede ser manifestación de prudencia. Tiene que ver también con la retórica, agudizada en tiempos de comunicación casi instantánea. Pero agudiza la sensación ciudadana de que el político no va a cumplir lo que promete, incluso aunque sea una boutade aquello de Tierno Galván de que los programas electorales están para no cumplirse.

         Más prudencia hace falta para ceder y concordar, para llegar a consensos, indispensables en una sociedad compleja, que no se resiste al juego de estereotipos. Muchos ciudadanos no comprenden que el líder político decida, no en función del interés general, sino en el del rédito en términos de popularidad a corto plazo o en función de expectativas electorales.

         En España, la constitución vigente fue un gran pacto de Estado entre líderes de diversas orientaciones: su consenso permitió una ejemplar solución democrática tras años de dictadura. Personalmente, no me fío de quienes critican la Transición y exigen reformas constitucionales poco conciliadoras. Recuerdan a los que predican la necesidad de pactos desde la oposición y son autoritarios en el ejercicio del poder, sin concesión alguna a los demás.

         No sé si en Francia tendrán éxito definitivo los movimientos para unir fuerzas ante las elecciones generales de junio. Salvo con los Verdes –quizá porque sus bases dieron un voto útil ya a Mélenchon- no parece avanzar el diálogo, ni a la izquierda ni a la derecha. Hay demasiada fragmentación. Todos quieren ser el primero. Sólo ven unidad si ellos dirigen el cotarro. Y se quejan luego de que los electores les castiguen, también con el desprecio de la abstención o del voto en blanco.

         Los ciudadanos son tantas veces los primeros en buscar su propio interés. El proceso de secularización no afecta sólo a las creencias religiosas. Es más bien un fenómeno cultural entre nihilismo y consumismo. Incluso, una mezcla de ambos lleva a cambios que son como experimentos de nuevos modelos sin especial ponderación. Más futuro tendrán proyectos sugestivos para construir una convivencia social que dé solución a tantos problemas abiertos. El diálogo político se basa en el respeto mutuo, en la capacidad de escuchar, entender y, si es el caso, aceptar posturas inicialmente contrarias, para avanzar en la armonía entre libertad e igualdad, el gran fundamento de la democracia según Kelsen.

         La triste experiencia muestra que quien llega al poder sin capacidad de diálogo, recorta o destruye las libertades. Sucede lo mismo que en las relaciones internacionales, como se comprueba en la invasión de Ucrania por el ejército de Rusia. Conocemos –y no lo sabemos todo- cómo actúa el régimen de Putin contra la menor disidencia: de un líder sin freno para violar libertades básicas de sus ciudadanos, no se puede esperar que acepte los derechos soberanos de los países de su entorno o las exigencias elementales del derecho internacional moderno.

         En cualquier caso, importa mucho reducir el exceso de táctica, que difumina la vigencia de ideas o ideales capaces de orientar –como escribió Edgar Morin- un mundo convulso, con riesgo de guerra y probabilidad de crisis, escasez y barbarie: los líderes deberían estar a la altura, para renovar la solidaridad, integrar la ecología en la actividad económica y social, desburocratizar el Estado y reducir la hegemonía del beneficio.

 
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