Falacias laicistas en las presiones sobre el Tribunal Supremo de EEUU

Capitolio en Estados Unidos.

Se me podrá quizá reprochar una falta de coherencia escribir estas líneas cuando tantas veces he recordado la tregua de Navidad, para animar a vivir estos días con especial paz, sosiego y concordia. Pero me justifico porque justamente en estos momentos advierto en todo el mundo un avance de la intolerancia –sobre todo, contra lo religioso- cuando debería ser al revés, por el fabuloso crecimiento de la comunicación o los grandes logros en la lucha contra el dolor y la enfermedad, a pesar de la pandemia.

Aunque dedicaré cierto espacio a la presión mediática que se proyecta sobre los jueces del Tribunal Supremo de Washington, el problema es serio. No he tenido tiempo de comprobar la veracidad de una noticia sobre una sentencia del Supremo español que incluiría el derecho al insulto dentro de la libertad de expresión; mi hipótesis es más bien negativa, por la dilatada jurisprudencia del Constitucional en sentido contrario: ese derecho fundamental, que ampara con gran amplitud la información –puede no ser veraz; basta que se hayan puestos los medios para intentarlo-, no llega a cohonestar lógicamente el mero y visceral insulto.

Sin embargo, se difunden en las redes sociales frases injuriosas de y contra tirios y troyanos. Reconozco que, si aparecen en mi pantalla de las redes que consulto periódicamente, bloqueo a los autores, si entiendo que su propósito es sólo erosionar la buena fama de otros, con independencia de su puesto en la sociedad.

Más sibilina es la utilización de factores religiosos para intentar acallar a personas discrepantes, como si los demás no tuvieran idéntico derecho a expresar con libertad sus convicciones. La falacia radical –que se repite estos días en la presión sobre el Supremo americano- es acusar a quienes piensan de otro modo de estar imponiendo sus convicciones religiosas.

Podría ser verdad. No niego que existe un fundamentalismo religioso, especialmente en la órbita musulmana. Es cada más intolerante el laicismo radical trasformado en religión civil. Tampoco estamos vacunados al cien por cien los católicos, a pesar de la clarísima enseñanza del Concilio Vaticano II sobre la legítima autonomía del orden temporal. Por eso, en la cultura democrática, los creyentes argumentan con ideas, no con creencias.

En el caso del derecho a la vida, la objeción más radical a algunas leyes procede de la ciencia, no de la conciencia. Recuerdo las explicaciones de Federico de Castro, en la parte general del Derecho civil, sobre la viabilidad de la persona en relación con el tratamiento jurídico del nasciturus: artículos 29 y 30 del Código civil. Antecedentes en el de Hammurabi del 1760 antes de Cristo, en el Digesto, en las Partidas de Alfonso el Sabio. Referencia a los debates filosóficos y luego teológicos sobre la animación del cuerpo: preexistencialismo de Platón, simultaneidad con la generación en san Agustín, incertidumbre en Tomás de Aquino, pero más bien sucesiva y tardía. Aparecía el cristianismo, pero no era determinante.

También debería ser cuestión de ciencia la armonía civil para luchar contra la pandemia respetando derechos básicos. Así lo han entendido el propio Tribunal de Estados Unidos, como el consejo constitucional francés, y diversos tribunales españoles, al anular por desproporcionadas medidas públicas que afectaban de modos muy diversos a los actos de culto o al funcionamiento del comercio. Algún radical llegó a escribir injustamente que la Corte Suprema, al dar prioridad a la libertad religiosa, era la mayor amenaza para la salud pública en los Estados Unidos durante una pandemia mortal.

De modo semejante, la mera posibilidad de sentencias que puedan afectar a la interpretación de la sentencia Roe vs. Wade, que introdujo el aborto en el derecho americano, se valora como un ataque religioso a la libertad de la mujer. Pero no es así: al cabo, la cuestión se resume en la pregunta del juez Samuel Alito sobre la posición de los filósofos y los bioeticistas sobre el comienzo de los derechos de la persona en la concepción o en otros aspectos distintos de la viabilidad.

El núcleo del debate no se circunscribe a lo religioso. No hace falta tampoco aceptar el Decálogo para condenar el robo o la mentira. La persona humana merece respeto en exigencia de su dignidad o, si se quiere, en virtud del viejo concepto estoico de ley natural. Por eso, refleja manipulación el intento de presentar sólo la faceta religiosa, valorada además de modo radicalmente intolerante, pues lleva a negar competencia a todo juez con creencias.

 
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