Cuento de primavera

Wilson está sentado en la playa. A media mañana la luz del sol blanquea la arena, y las sombras son sólo una triste parodia de lo que fueron horas antes. Con su barba de tres días reluciendo, el sombrero roto y con la mirada besando el horizonte, se entretiene acariciando dos conchas con sus manos. Arriba, las gaviotas enloquecidas. Chillan, planean, se arrojan en picado a por alguna presa y vuelven a desafiar al sol en lo alto. En el otro extremo un enérgico yembé rompe el silencio. A sus espaldas los hombres del mundo corren, perdidos en la nada. Cientos de auriculares y maletines. Prisas y teléfonos humeantes. Tertulias políticas, crónicas sociales y miles de canciones. Tensión. Nervio que contrae el gran músculo de la humanidad, histeria que compacta la Tierra. A esta hora, Wilson mete el mundo en un tubo de ensayo lleno de preguntas y respuestas: respuestas sin preguntas y preguntas sin respuestas.

Wilson se ve ajeno a todo. Ve pasar a esos jóvenes hipnotizados, sin apenas tocar con sus pies el suelo, empecinadosen sus rápidos andares. Huecos, constreñidos, con su alma alquilada a la fortuna, a la fama, al poder, a la prisa. Piensa en que bajo esos trajes oscuros bombean corazones honestos, infieles, traidores, románticos, dolidos, felices, serenos y, en fin, almas de todo tipo. Pero ellos no pueden ver lo que hay fuera, ni lo que hay dentro. La urgencia de sus labores les impide contemplar la costa, admirar a Wilson en medio del arenal, al pie de la orilla, al margen del mundo. Él, sus conchas y la brisa del mar. Y sus pensamientos. Wilson sobre todo es eso, sus pensamientos.

Las gaviotas, en cambio, vuelan alto. Serenas, bellas, estéticas. Bajan casi a los infiernos, a por su presa, y suben de nuevo. Dan aliento al mundo con su espíritu de trabajo, con su inagotable energía y con su esbelta figura alegran la vista al hombre. No llevan ropajes extraños, habitan el mundo desprendidas de todo prejuicio. Desde arriba la perspectiva es muy diferente, viven como Wilson, ajenas a la pequeñez de nuestro estrecho punto de mira. En un cosmos diferente donde las distancias se miden de otra forma, donde el mar es casi como nuestro cielo. Wilson, que lo sabe bien, contempla a estas aves surcar el cielo con satisfacción y sonríe con picardía cuando alguna yerra en sus espectaculares ejercicios de caza.

José Pedro Manglano en su imprescindible libro “22 maneras de caerse bien” (Ed. Planeta, 2007), nos recuerda algo que Wilson tiene siempre muy presente: “La realidad es un todo que nos envuelve. Objetivamente somos muy pequeños, como una gota de agua en la inmensidad del mar: allá donde dirijamos la mirada está lo otro, con el peso de lo que es con independencia de uno mismo, con la fuerza de su objetividad, con la grandiosidad de lo inabarcable, envuelto en el misterio que siempre se resiste a nuestros esfuerzos de conquista”. Quizá por eso, aún frente a la playa, aún con la más bonita de las melodías acunándonos, aún con los mejores amigos que Dios ha querido situar a nuestro lado, nos resulta muy fácil caer en el túnel de la angustia. Y olvidar la playa, el sol, las gaviotas, el júbilo de la luz de media mañana en el mes de las flores. Olvidarlo todo para meternos en el papel de esos jóvenes que pasan frente a Wilson, que permanece atento, pensativo y aparentemente ocioso.

En el mismo libro, unas páginas después, el autor nos da una de las grandes claves para “caerse bien”: “no se puede vivir ajeno al propio yo, siempre representando algo, asumiendo un papel distinto al de ser sencillamente yo. Entenderse con el mundo requiere fomentar esa actitud que valora de tal modo la dignidad del propio yo, que éste busca afirmarse en todo, resistiéndose a que ningún papel le anule: será el yo quien asuma un papel, pero no un papel quien asuma el yo”.

Aunque nadie lo conoce en persona porque no existe, Wilson podría ser quizá el mejor compositor del mundo. Sabe asumir su papel, sentarse a contemplar el mundo con todas sus dimensiones, en profundidad. Por eso, cuando coge la pluma y compone, sobre la arena de la playa, el mundo a su alrededor se cristaliza y se acopla con fidelidad a sus palabras. Por eso, esos hombres con el corazón sedado que corren alocados junto a la playa se retuercen al admirar la extremada sensibilidad de las canciones de Wilson, cuyas letras abofetean su corazón y encienden su conciencia. Wilson consigue con su arte que algunos hombres recuerden que son hombres. Que no son simples papeles, convenciones sociales absurdas y obligaciones sistemáticas sin más motivación que sobrevivir. Son mucho más que eso pero no siempre lo recuerdan.

Wilson no es otra cosa que la clave para escribir buenas canciones. Para detenernos, pensar y profundizar. Y Wilson vive en cada playa, en cada primavera.

 
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