Litronas, hip hop y subvenciones

Lo de los festivales es discutible. Me refiero a lo de las “litronas”, las horas y horas de música sin parar, la mugre y el barro, y todo lo demás. El olor a alcohol y a sudor. Las avalanchas. Los clones de Bob Marley haciendo aritos de humo en cualquier esquina. La excusa, o sea, la música. Las tiendas de campaña con olor a auténtico García Baquero. Todo cutre, cutre. Es algo, como decía, discutible: fantástico y emocionante, supongo, para el que le guste el fango. Yo, lo confieso, cada día soy más de piso.

Lo cierto es que hay festivales de muchos tipos. Buenos, malos y regulares. Abundan los malos. España se está convirtiendo en un paraíso para los festivaleros. Es posible que los festivaleros sean una especie humana, pero no pondría la mano en el fuego por esta cuestión. El festivalero no acude puntualmente a un concierto que le gusta. No. Él  salta de festival en festival en caravana o roulotte -u otro medio- durante todo el verano. Le gusten o no los conciertos. Va de fiesta en fiesta. Se le distingue por el color marrón barro, rojo vino o verde serpentina. La variante tutti frutti confeti no la he visto aún en España. Es más alemana, más cervecera. Y, si es de noche y todo está negro, al festivalero se le distingue también por el olor. La fidelidad a una cadena de festivales bien planificados le impide dedicar el imprescindible tiempo diario al cuidado de su higiene personal. Considera que no tiene sentido limpiarse el barro del festival A, para introducirse en el lodazal del festival B. En eso tiene toda la razón. Con frecuencia el festivalero profesional desconoce el nombre de lo grupos que actúan. Él escucha la música de fondo, pero lo suyo es el lodo. Ese rollito tan hippy y tan guay.

El festivalero, cuando llega a su destino, cuenta en detalle a todo el mundo lo bien que se lo ha pasado en el festival anterior. A veces, si se quiere poner pesado, saca la cámara digital -que de milagro se libra del barro- y tortura a algún incauto con mil fotos en las que no se ve nada. Bueno, sí, se ven unos destellos de luz en medio de la oscuridad, como si al fondo hubiera un escenario, y se distingue también al propio festivalero, en primer plano, tirado en el suelo, con cara de abducido. Asegura que hay un puntito negro que nadie ve, que está en el fondo de la foto y que tiene el tamaño del dedo meñique de una hormiga. Dice que “eso” es el cantante de tal o cuál grupo. Generalmente “eso” es algún rapero millonario –que apoya mucho estos festivales pero no ha pisado barro en su vida- o algún carroza roquero pasado de vueltas, que cuarenta años después no ha cambiado ni un ápice de su discurso, ni musical ni intelectualmente. Quizá por eso se dice que rectificar es de sabios.

Lo de los malos festivales es así. Lo de menos es la música. Pero lo peor es que, ahora, en las comunidades donde gobiernan los nacionalistas -o donde coaccionan a los que gobiernan, que por su parte están encantados de dejarse coaccionar-, es costumbre derrochar dinero público en festivales que mezclan un poco de cultura de garrafón y de historia inventada para la ocasión, con sus nacionalismos extremos, músicas extrañas y demás parafernalia. Banderitas independentistas, anarquistas de Lacoste, exaltación de la amistad a tutiplén y todo lo que ya conocen ustedes. Algunos han descubierto que los festivales son una buena forma de teledirigir a una sociedad hacia el precipicio, empezando por calarles a la fuerza, a los más jóvenes, una inmensa boina. Y cogiéndolos por donde más se dejan coger algunos: por la música -o como se llamen esos ruidos con que a veces torturan al personal-, la juerga inconsciente, la diversión sin control, el barro -real e intelectual- y ese ambiente pseudo cultural que tanto gusta a quienes viven de manejar a la masa que se deja comprar.

Lo de los festivales, salvando los diez o quince que año tras año se celebran en España con un gran cartel, excelentes condiciones y con verdadero interés por lo musical, es un gran vertedero: de barro, de “bobmarleys” de tercera a los que la música les importa un pimiento y, sobre todo, de manipuladores que saben perfectamente que los festivaleros, por muy tontos que sean, también votan.

Que no le engañen. Desconfíe cuando vea litronas apoyadas en paneles publicitarios con el nombre o logotipo de algún organismo público. Desconfíe cuando huela a juerga padre y aquello lo organice o colabore alguna Junta o Ayuntamiento.

 
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