El cuento del bosque

Érase una vez un gran bosque reluciente, en donde la luz del día asomaba a todas horas, pintando todo de vivos colores. Estaba plagado de árboles viejos que convivían con los nuevos. En él cohabitaban todo tipo de especies del mundo animal y vegetal. Se mezclaban entre su extraordinaria flora animales de todo tipo, provenientes del entorno doméstico unos, y de la más salvaje de las junglas, los otros. Todo, aún así, en cierta armonía. Porque aquel era un lugar apacible, próspero, sabio. Un lugar lleno de belleza, de historia y, sobre todo, de calma, tras muchos años tragedias y disputas.

Pasaron los días y los años y un buen día, estando un joven pavo real, atrevido e imprudente, como máximo rey de aquel bosque, todo comenzó a ser distinto. Algunos animales no entendían por qué su jefe llegó siendo un pollo humilde y aplicado y se convirtió en poco tiempo en un gran pavo real, henchido y fastuoso. Sembró el caos y abrió la caja de los rencores hasta provocar que la paloma se pelease con el gamo, que el cerdo mordiese a la perdiz, que el gato arañase al mono.

Las gallinas, algunas pequeñas aves y los conejos, tradicionalmente maltratados en este bosque, disfrutaban en los últimos tiempos de cierta libertad, gracias sobre todo al trabajo de los caballos, encargados de garantizar la seguridad. Hasta que un día, el gran pavo real decidió poner a los animales más indefensos bajo el cuidado de una zorra que los protegería de su gran amenaza, los perros salvajes. La zorra, hambrienta, cada pocos días se comía algún conejo. Hoy un pajarito, mañana una gallina. Así hasta que un día, todos los animales libres del bosque, acudieron a las puertas del palacio del gran pavo real para pedirle que retirara a la zorra de un cargo para el que jamás había dado la talla. Pero el pavo real, lleno de sí mismo, miraba siempre hacia otro lado.

Una tarde de otoño, el pavo real se encontró en el bosque con un pequeño pollito al que le faltaba una patita, tras haber sido agredido por una manada de perros salvajes, en un ataque en el que resultó el único superviviente. El pavo real, se paró, le miró a los ojos y le dijo: “No sabes cómo te entiendo, yo anoche también me rasgué una pluma”. Y siguió andando mientas el pollito se quedó en su sitio, con los ojos como dos mundos, petrificado sobre su única pata.

Los pequeños animales del bosque pidieron muchas veces al pavo real que expulsara del mismo a las babosas, los lagartos y a todos esos animales que hacían de defensores de los más salvajes depredadores del bosque. Pero el pavo real miraba hacia otro lado, tal vez hacia el horizonte de sus grandilocuentes sueños de perpetuarse en el poder. Justificaba su pasividad diciendo que nunca los depredadores carnívoros habían comido tanta hierba como desde que él era el gran rey de aquel bosque.

Un mal día, cuando todo parecía estar en –falsa- calma, se subió a lo alto de una roca un buitre viejo y lúgubre. Tenía una cara muy larga. Larga como una despedida de Jesús Hermida. Como un silencio de Quintero. Desde allí, el buitre de dura faz, habló al bosque entero para explicarles que dos hermosos y valientes caballos habían fallecido tras una casual disputa con canes silvestres. Y se bajó de la roca. Todos los animales del bosque se echaron a llorar con el desconsuelo de saber que hacía mucho tiempo que no morían valerosos caballos, y menos de esta forma tan absurda.

Pero el búho más sabio del bosque, incapaz de aceptar lo que no puede entender, se jugó la vida alzando el vuelo en vertical, montaña arriba, para intentar llegar hasta donde pasa sus días el buitre de la cara alargada. En su ascenso, notó detrás el aliento de todos los animales de buen corazón de aquel bosque. Con esfuerzo y casi sin aire que respirar, llegó hasta lo alto de la colina y se plantó frente al buitre para pedirle explicaciones. El buitre, impávido, negaba hasta su condición de buitre. El búho, enfadado, regresó al bosque, donde daban por perdido al gran pavo real. En el camino, en un descampado lleno de avestruces con sus cabezas metidas en agujeros, observó que el plumaje de una de ellas era muy diferente. Era grande, abundante y brillaba como el sol. Se acercó, tiró de aquellas plumas y del agujero salió el pavo real, con el rostro pálido y la sonrisa congelada.

Y el búho comprendió entonces que tal vez había llegado la hora de escapar. Probablemente, la hora de llorar. Y, seguro, la hora de rezar, para que el bosque, a la deriva y sin timón, no naufrague para siempre.

 
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