La mesa francesa - ¿Qué fue de la dulce Francia?

Vers douce France a son vis restorné…

Le Charroi de Nîmes

Hubo una Francia en la que el Camembert olía “como los pies de Dios” y un cardenal elegantísimo consagraba con vino de Meursault*. Un presidente de la república podía presentarse a la hora de la comida en el lugar de moda o bien tomar unos ‘ortolans’ como último bocado en este mundo. Circulaba como una contraseña el nombre de los proveedores de Matignon y del Elíseo. De Talleyrand a Giscard d’Estaing, los grandes platos llevaban el nombre de los grandes hombres. Todos tenían claro que se gobernaba mejor desde una mesa. Todavía, es posible que lo peor de la presidencia Sarkozy sea que Sarkozy, en el ‘lago del vino’, es abstemio. De Pla a Perucho, de Luján a Liebling, era viable un tour de Francia en busca de la perfección del cassoulet, y siempre habrá un ‘más allá’ a la hora de saber cuál es el mejor ‘macaron’ de todos los ‘macarons’ de porcelana que venden en París. Al cruzar de adolescente la puerta de Hédiard -¡docenas de variedades de moka harrar!-, creí franquear el umbral del Paraíso.

La guía Michelin situaba a los pueblos en el mapa concediendo académicas estrellas. Nunca se ha insistido en que la carnicería francesa –el despiece- era “la mejor del mundo” y por eso hay que volver al ‘tournedos’. Los bodegueros se negaban a vender a los americanos sus tesoros: uno de ellos –literalmente- le echó los perros a Robert Parker. Dalí podía entrar en Taillevent con un ocelote y sólo faltó que al ocelote le sirvieran un ‘tartar’. Se escribían –creo que aún se escriben- libros sobre crítica de pan, y al encargar un queso, el buen affineur no preguntaba por el día sino por el día y la hora. Los panaderos se compraban helicópteros y los pescaderos preparaban el pescado quitando las espinas con pinzas de depilar. Los verduleros daban lecciones de historia natural; los fruteros, de botánica. Había viticultores que organizaban su descontento en brigadas terroristas, como había obreros que ahorraban todo el año para que en el mejor restaurante les trataran como a príncipes. Las mujeres francesas adelgazaban tomando esos milhojas con consistencia de suspiro. Por contra, Fernand Point recomendaba salir huyendo de un restaurante si el chef no era gordo. Sí, antes del “McDo”, hubo una Francia en cuyos restaurantes uno se levantaba y le cambiaban la servilleta mientras le acompañaban hasta la puerta del baño, una Francia en la que los cocineros eran excéntricos, obesos y geniales. En aquella Francia había un orgullo ancestral del agro y la mayor intransigencia hacia el mal comer: esa altivez y esa voluntad de perfección fue lo que abrió a tantos los ojos a la felicidad del comer bien. En el país, era una categoría del espíritu. Habrá pocas cosas más francesas que una comida de familia y de domingo en el ‘château’, con todo el mundo dirigiéndose educadísimos venablos hasta la hora del reposo con cognac.

Hoy, las nuevas generaciones no quieren quesos de leche cruda y se han extinguido por docenas aquellos quesos que cuajaban un paisaje en la microbiología de la leche. Del mismo Camembert, hace menos de un lustro quedaba un solo productor artesanal. Sobran decenas de millones de litros de vino de denominación de origen pues nadie creyó nunca que habría que competir con el vino inculto de Australia o de Chile. De pronto, hay restaurantes ‘étoilés’ a los que se entra en zapatillas y los nietos de Carême y de Escoffier emigran porque Francia es de los países del mundo civilizado donde más difícil es llevar un restaurante. Los chefs notables son casi todos chefs globales, ‘chefs manqués’ que hace años no tocan la cocina: Bocuse, Ducasse. Han pasado de parecer filósofos a parecer estrellas del pop y luego simples hombres de negocios. Del mercado al aire libre se transita al Carrefour que embotella su champagne de marca blanca, igual que el público transitó del goloso ilustrado a texanos con menos gusto que dinero. Hoy, los maniáticos viajan para comer a Londres o a España. Una de las mayores historias de éxito de la mercadotecnia europea es la de McDonald’s en Francia. En esas hamburgueserías ya sirven incluso alarmantes ‘macarons’. Lo más común es ver a gente que viene de Francia decepcionada con el vino de pasto o los camareros impacientes. Quienes hemos sufrido la avaricia inmemorial de las buenas familias francesas sólo podemos recordar con pavor la frase de “yo te voy a mostrar lo que es un vino”. La guía Michelin ya busca en exclusiva que se hable de la guía Michelin. Las artes de recibir bien se reducen a una marca de congelados complicados. El consumo de vino lleva décadas cayendo de la manera más drástica. Baja el consumo de alcohol y, paralelamente, cada vez se hace más ‘jogging’ (‘la mort de l’humain’ según el sabio Charles Dantzig). En el TGV, primera clase, no hay vagón restaurante con copas de cristal tallado. La literatura de los ‘déclinologues’ habla de la caída de Francia y uno se pregunta qué norte del gusto tendremos cuando nos quiten ‘el cinturón de la mantequilla’. Pensamos en bistrós humeantes, en la mantelería de nieve de los restaurantes buenos, en los años de sueño que necesitan burdeos y borgoñas, en el olor característico de la sala en los lugares en que se come bien, en aquellos 'maîtres' que fulminaban con una mirada el error del aprendiz. Quizá todavía haya que fiarse del consejo de un gastrónomo y comer donde veamos que comen los dos gremios –los curas y las putas- que mejor saben gastarse su dinero.

* El cardenal alegaba que no quería que su Creador le viera cara de desagrado al comulgar. Hombre de tanta finura, a buen seguro también sabría que los monjes que hicieron la Borgoña comenzaron por Meursault. Todavía hoy, el vino de Borgoña es el vino católico mientras que el Burdeos tiene alguna corriente protestante, sobre la abundante nomenclatura católica y la presencia semítica de los Rothschild. En el Loira, Comte Lafon, bodeguero de harto prestigio (Sancerre y Pouilly-Fumé) embotella algunos de sus vinos con la nada galicana leyenda de su escudo familiar: ‘Omnia pro Petri Sede’.

 
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