Europa: mejor reducir soberanías que perder globalidad

Si los líderes políticos llevan sus rencillas domésticas a la campaña europea, se perderá quizá la ocasión de construir una cámara representativa que devuelva la confianza a los ciudadanos y vuelva a ilusionarlos para abordar los problemas que sufre la Unión.

No se trata sólo de una cuestión de supervivencia económica, entre la arrogancia de Rusia, el dumping social de China y el creciente proteccionismo de Estados Unidos. La situación es más compleja, porque afecta a la geopolítica, a la defensa, a la investigación científica y, sobre todo, a la propia identidad histórica y cultural.

Con los años, recuperamos expresiones que aprendimos de jóvenes y tal vez se usan ya poco. No son meras frases retóricas, sino hallazgos brillantes con auténtico contenido. También a Europa debería aplicarse aquella bella intuición de Ortega: un sugestivo proyecto de vida en común y –me permito añadir- integrado en la universalidad con permiso de regímenes autocráticos condenados a la decadencia, como los herederos de la URSS o los situados en la órbita islamista. 

En un sentido dialécticamente amplio, se puede aceptar que el futuro de Europa depende del resultado de las elecciones de junio. La encrucijada es más dramática de lo que parece denotar el desinterés de los electores. Desde los partidos izquierdistas se llama a la participación para evitar que triunfen posiciones presentadas como enemigas de las libertades, con sus dosis xenofóbicas o contrarias a la emigración. En realidad, las propuestas populistas han penetrado ya en todos los programas. Con el riesgo –a izquierda y derecha- de fortalecer soberanía frente a universalidad.

Sin recortar aún más la competencia de los estados soberanos en las decisiones comunitarias, Europa no estará a la altura de las circunstancias, otra feliz expresión orteguiana, salvo error por mi parte. Hoy se impone apoyar el universalismo frente a los diferentes tipos de nacionalismos y separatismos: dos ismos con un significado muy distinto, por ejemplo, en España que en Francia. Pero su denominador común es negativo, porque matan la vitalidad de raíces básicas universales o universalizables.

Ahí se inscribe también el debate partidista sobre la memoria histórica. Frente a tanta mistificación –nunca se acaba de saber si es fruto de ignorancia o malicia-, resulta indispensable el esfuerzo por recordar los grandes hitos de la civilización europea, sin excluir los negativos para evitarlos en el futuro: Atenas, Roma, universidades y cristiandad, humanismo y renacimiento, ilustración y revoluciones, ciencia y artes, sin olvidar los dos grandes pulmones de occidente y oriente.

Aunque parezca paradójico, hasta las grandes guerras modernas y contemporáneas fueron como magnos conflictos civiles universales..., que contribuyeron a partir de 1945 a ir forjando una nueva Europa unida, gracias a la magnanimidad de líderes bien conocidos: al cabo, se celebra anualmente desde 1993 el día de Europa el 9 de mayo, en el aniversario de la declaración en 1950 de Robert Schuman, entonces ministro de Asuntos Exteriores de Francia, en la que propuso la creación de una comunidad de intereses pacíficos a Alemania Federal y a los demás países europeos que deseasen sumarse a esa iniciativa. 

Estas líneas se publican tras las elecciones en Cataluña. Los resultados tienen demasiadas lecturas posibles, como muestra el consenso en retrasar posibles acuerdos que faciliten el gobierno, para no interferir con los comicios europeos, aun a riesgo de provocar un bloqueo de las instituciones. Se imponen razones de táctica en un momento en que es más necesaria que nunca una estrategia generosa de futuro, aunque sólo sea para salvaguardar a la UE de las evidentes amenazas que afectan a su indispensable supervivencia.

 
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