Caleidoscopio cubano de un moderado español (II)

DESAYUNOS AL SOL. “No desayunéis”, “no desayunéis”, nos decían, y así anduvimos varios días, un poco tristes, un poco desganados por el hambre, con legañas en el alma hasta la hora del café. Nuestro alimento, refrescos de piña, agua mineral, panes con jamón que en realidad era emulsión de cerdo fría. El interior de Cuba no es, no es un destino gastronómico: no se sabe qué escasea más, si los pesos o la comida. Al final, decidimos una mañana requerir el desayuno, con el sol temprano y el comedor vacío, con silencio de milagro, con esa comodidad absoluta que tienen las casas cubanas que aún siguen en pie. Y el café no está adulterado, el sol se filtra a través del zumo, la tortilla es redonda y del color del sol: la mañana es infinita y es jovial, la felicidad me sobrepasa, la emoción por poco me produce arritmias. Y quisiéramos habitar en la casa del Señor por años sin término, madrugar y sestear, desayunar como los príncipes, vivir con las ventanas abiertas, escribir en alpargatas para siempre.

LOS PRESOS. Sonreír y alabar el café o pagar la cuenta es lo único significativo que podemos hacer con quien estuvo cinco, diez, veinte años en prisión y sobrevivió para contarlo. La compasión, cuanto más dolorosa, más gratuita: humanamente especulamos y acogemos pero falta la mínima reciprocidad. A quien quiera verlo, Elizardo Sánchez enseña los mapas comparativos de las prisiones bajo Batista y bajo Castro. Hoy por hoy, tal vez sobrepasen en número a las panaderías. Incluso con nuestro dulce sistema penal, lo común es que aquí uno vaya a la cárcel por asesinar, por robar, por violar, por estafar: que alguien vaya a la cárcel por ser periodista, católico o bibliotecario es un sobresalto permanente. Las condiciones llevan a pensar que la supervivencia posterior en realidad es ilusoria: degradación, confinamiento, hambrunas, un más allá de la crueldad. Se anima mucho al suicidio pero no siempre hace falta porque el ambiente carcelario se procura como sociedad de delincuentes y ya mueren y matan varios por semana. Los que no, pueden cortarse la nariz, la oreja, un dedo, los testículos. Cincuenta años de castrismo han afinado hasta un punto extraordinario los resortes de la tortura. Sin alteraciones, un expreso comentaba que, por comparación, “el infierno es pequeño”. De esto no se sabe porque el castrismo nunca dejó que nadie viera sus prisiones. En cuanto a los presos de conciencia, da indicios del acero que los hizo.

CAMAGÜEY. Pavorosa estantigua nocturnal, cortejo y compañía de fantasmas, avanzamos por un Camagüey sin luz eléctrica. La ciudad es un damero pero bien podría ser un laberinto. Trópico ténebre cuando en Europa la oscuridad remite a la soledad y al frío: me viene un comienzo de desasosiego al pensar en Camagüey, las casas desconchadas, las plazas demasiado vacías, una puerta que se cierra, una mirada esquinada, la calle donde brillan la sonrisa amarilla de un negro y el abrirse de una faca. De esto no nos consuelan ni el teatro principal ni la actividad opositora. Nos llegamos a dormir y nos recibe Gipsy. Es una mujer que parece algo fresca -y su marido tiene la mirada de saberlo.

CIENFUEGOS. “Los cienfuegueros son firmes, no hay duda”: un cartel recuerda que Fidel Castro dijo esta banalidad en el mes de setiembre de 1999. ¿Acaso no se fijó en las cienfuegueras? Del oriente a La Habana, Fidel y sus cobarbudos avanzaron en triunfo por el país como una plaga de langosta: en Cienfuegos, una placa conmemora –armas y eructos- que comieron paella en el restaurante Covadonga. Cienfuegos, en todo caso, fue patria del firme Beny Moré, y tiene una calle de maravilla que es a la vez centro, paseo marítimo y afueras: por su Prado y su bahía la llaman “la perla del sur” aunque “perla” es moneda gastada tanto para ciudad como para dientes. Queremos entrar en el Yacht Club –con arquitectura de hotel Ritz- pero exigen formalidad y no llevamos nada más formal que la partida de bautismo y unos bermudas Ralph Lorén: más allá, todo son fantasías neoandaluzas, casas playeras del estilo moderno donde uno colgaría una hamaca y a vivir. Al final del día buscamos abrevar y recalamos en un recinto junto a cien mil jóvenes ninivitas del lugar, frente al mar sugerente, frondoso de destellos y palmeras. El reggaeton triunfa si bien ellos parecen todos un cruce de hip-hoperos y matones: ellas podrían devolver la vista a un ciego pero a los perros no les gusta que otro perro les lleve su comida. Nos volvemos a la cama tras un pequeño Waterloo y un ron que tiene el amargor de la ginebra. En la memoria del aire queda una frase como una genealogía: “yo soy hijo de españoles”.

HOTELERÍA, HOSTELERÍA. ¿Qué prosa de agencia de viajes convirtió la épica en turismo? ¿En qué grave momento de occidente alguien penetró en sandalias en una catedral? Le hemos despojado al mundo de misterios y su desnudez nos parece poca cosa. Está quien vuelve de La Habana con la boca llena de “mestizaje”, de “contrastes”: según he visto, la gente a lo que va es a ver el partido del Manchester United. Los hoteles tienen muebles de caoba y también agujeros de colillas en las sábanas. Todo es un horror: dicho esto, uno también puede aceptarlo y seguir la música. En un mundo perfecto, ¿quién iba a hacer literatura?

 
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