Julián Marías

Cuando fallece un intelectual, tiende uno a pensar con cierto desasosiego y un punto de remordimiento que no ha penetrado lo suficiente en su obra, sobre todo si es vasta y atañe a las más diversas cuestiones. Al glosar la muerte de Julián Marías, quisiera uno haber leído algún libro más de entre los sesenta que escribió, haber disfrutado de su clarividencia en un número mayor de sus artículos, haber asistido con más asiduidad a las muchas conferencias que impartió estos últimos años en el Colegio Libre de Eméritos. Esa inevitable y acaso malsana consideración retrospectiva de lo mucho que uno se perdió por desconocimiento, dejadez o por imperativo de prioridades distintas, no invalida lo que, aun así, haya podido aprender. No era difícil aprender de Julián Marías, por ejemplo, un concepto de entrega absoluta y honrada a su labor magistral, sin apartamientos espurios ni banderías, desde un sereno y prudente liberalismo filtrado por el tamiz de lo que denominó —es el título de uno de sus libros— «la perspectiva cristiana». Si de verdad ha existido una tercera España no empañada ni despeñada por los márgenes del radicalismo, él es sin duda uno de sus más eximios representantes: el mismo hombre que ingresó en las filas republicanas aquel año por tantos conceptos trágico de 1936, colaborador en un ABC irreconocible tras la incautación, fue nombrado senador por designación real en la recién instaurada monarquía parlamentaria. Tampoco era difícil aprender de Julián Marías qué grado de valía informadora alcanza la impronta de un buen maestro y cuál puede ser la capacidad del discípulo para adaptar la doctrina de aquél «a la altura de los tiempos».  Ese maestro fue Ortega y Gasset, con quien convivió durante más de veinte años y al que debe su planteamiento filosófico de la razón vital, así como ciertos rasgos formales inconfundibles, eso que los filólogos llaman —llamamos— estilemas. A más de iluminar los más variopintos aspectos de la realidad, ambos cultivaron lo que el propio Marías denominó «calidad de página», una orfebrería estilística menos propensa al aluvión de metáforas en su caso que en el de Ortega. Por mor del devenir temporal, que se compartimenta en ese concepto tan caro a maestro y discípulo de las generaciones, la mía ha conocido sólo a un Julián Marías ya mayor. Como un abuelo docto, lo recuerdo haciendo crítica de cine en las páginas de Blanco y Negro —hombre discreto, solía quejarse de la tendencia actual al exceso de ruido en las películas—, e interpretando el momento presente de un modo genérico, elusivo pero no difuso, sin nombres pero no con vaguedad, en sus «terceras» de ABC.

Al prologar una recopilación de las últimas que publicó, afirmó en el prólogo: «Quizá, con seguridad, ya no escriba más». Se despedía así el pensador infatigable, que falleció este jueves a los noventa y un años. Una vida prolífica.

 
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