Fe ambientalista

El ecologismo radical, con sus dogmas, es hoy la única religión permitida en el espacio público

“El ambientalismo radical es una suerte de fe secular, una nueva forma de religión, tal vez incluso la última creencia posible en un mundo desencantado”.
“El ambientalismo radical es una suerte de fe secular, una nueva forma de religión, tal vez incluso la última creencia posible en un mundo desencantado”.

El bueno de Fernando Savater lleva algún tiempo siendo juzgado por los escrupulosos lectores del diario El País, que parecen recriminarle no tanto que cuestione lo que para ellos es indiscutible como la manía que tiene de pensar por sí mismo.

La última vez que intentaron arrastrarle al cadalso fue con motivo de su escepticismo ecológico: el vasco, a caballo entre Voltaire y Sócrates, recordaba que el mercurio había subido en San Sebastián hasta una cifra realmente astronómica un siglo atrás, con el fin de mostrar que el apocalipsis medioambiental del que nos hablan es una filfa.

Entre las cruzadas ideológicas que más penetración social poseen está, indudablemente, el compromiso con la naturaleza. Hay muchachos veganos que no soportan ver a un animal asado que llevan camisetas bordadas por niños explotados en jornadas interminables en fábricas asiáticas.

Pero, como en toda batalla, en esta última hay poco espacio para los matices, como si no hubiera término medio ni cordura entre quienes defienden que los animales son una especie mucho más irreprochable que los humanos y los que afirman que debemos talar los bosques más hermosos para construir ristras de adosados.

La línea que separa la responsabilidad inteligente de la idiocia sectaria es fina, muy fina y delgada. Asimismo, la hipocresía es el pecado capital del ambientalismo y lo es por la sencilla razón de que los melindrosos alguaciles del decrecimiento tienen que seguir explotando de algún modo recursos a fin de poder llevarse algo a la boca para comer.

“La hipocresía es el pecado capital del ambientalismo y lo es por la sencilla razón de que los melindrosos alguaciles del decrecimiento tienen que seguir explotando de algún modo recursos a fin de poder llevarse algo a la boca para comer”

La hipocresía del ambientalista es estúpida. No podemos tocar los bosques ni para limpiarlos, con lo que estamos convirtiéndolos en pasto de las llamas. Abominamos del plástico, sin darnos cuenta de que salvó a algunas especies de tortugas. ¿Somos conscientes de que nuestros residuos hiperclasificados se acumulan, más tarde, a cielo abierto y revueltos en los estercoleros del Tercer Mundo?

Michael Shellenberger, un activista climático moderado y serio, advirtió en un famoso ensayo de que el ambientalismo radical puede ser muy contraproducente. La naturaleza conforma un sistema y sabemos que nuestra intervención bienintencionada puede acabar con leyes y ciclos, con procesos y dinámicas trascendentales para su conservación.

A diferencia de los apocalípticos, Shellenberger cree que el ser humano no es el problema del medio ambiente, sino su solución. Buscando energías limpias, nuestra inventiva ha encontrado soluciones que no deterioran el planeta, como la nuclear, del mismo modo que hemos hallado respuestas interesantes a las otras crisis que se nos han presentado.

 

Eso no quiere decir que Shellenberger apueste por cruzarse de brazos. Todo lo contrario. Ni que abogue por esquilmar nuestros parajes, arrasando la riqueza natural que nos sale al encuentro. Esta es un bien, un patrimonio, una herencia que tenemos responsabilidad de legar a quienes tomarán nuestro testigo. Pero no hemos de perder el sentido común y sabemos que la moda ecológica a veces es perjudicial e inhumana.

Por otro lado, se ha llamado poco la atención sobre la conexión que existe entre el desarrollo de modos de vida productivistas y poco respetuosos con el medio ambiente y el secularismo. El mensaje de las grandes tradiciones religiosas enseña una deferencia hacia la realidad creada que el individualismo moderno desligado de ellas pasa por alto y posterga. Reconocernos en nuestra condición de criaturas -como un don inmerecido- es el paso previo para atisbar la belleza y gratuidad de lo que nos rodea.

Para el cristianismo, por ejemplo, el hombre es el guarda de la creación. El descanso preceptivo que las llamadas religiones del libro disponen mueve al espíritu al agradecimiento y lo acomoda para la recepción de las ofrendas naturales, mostrando los tiempos de la recogida y la necesidad de respetarlos. Que en la sociedad occidental se haya instalado la cultura 24/7 es un síntoma de lo lejos que estamos de la sensibilidad religiosa y de lo que esa distancia supone para la conciencia climática.

El ambientalismo radical es una suerte de fe secular, una nueva forma de religión, tal vez incluso la última creencia posible en un mundo desencantado. Cabría incluso entender que el credo ecologista ha venido a llenar la necesidad de consuelo y de sentido que siente toda persona.

“El ambientalismo radical es una suerte de fe secular, una nueva forma de religión, tal vez incluso la última creencia posible en un mundo desencantado”

Como parte de esa nueva religión, sin embargo, los dogmas climáticos son extraños porque en ellos, a diferencia de los monoteísmos, quien actúa como Lucifer es el hombre. Por eso, la mayor parte de sus medidas -de sus exorcismos- no propugnan salvarle, sino sobre todo acabar con él. Pero, si lo consiguen, ¿quién cantará la belleza del paisaje y reconocerá el don que es lo que nos rodea?

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