El lado correcto de la historia

La guerra en Ucrania y las disputas ideológicas se traducen en enfrentamientos entre identidades o culturas buenas y perversas

“Gran parte de los conflictos actuales tiene que ver con lo que podríamos llamar la tentación cátara, que es una de las derivaciones del maniqueísmo”.
“Gran parte de los conflictos actuales tiene que ver con lo que podríamos llamar la tentación cátara, que es una de las derivaciones del maniqueísmo”.

Para que vean cómo cambian las prioridades y, con ellas, lo correcto y lo incorrecto: hace apenas unos meses celebramos, con nuevas ediciones, el aniversario natal de Dostoievski y hoy tristemente intentan cancelarlo. Hemos pasado de recomendar los libros del escritor “que mejor reflejó el alma humana” (La Vanguardia) a buscar el derribo de todo lo que tenga que ver con su peculiar concepción eslavófila.

En Milán, algunos pidieron desterrar lo que recordara, de lejos, la cultura rusa, pero afortunadamente el alcalde, Dario Nardella, repuso con buen criterio que hay que parar a Putin, pero no lo ruso por ser ruso. Como escribe en un artículo Gary Saul Morson, profesor de filología eslava en Nothwestern University, la hostilidad hacia lo que viene más allá de los Urales puede conducir a equívocos y ser contraproducente.

Morson repasa algunos incidentes: el boicot a una tienda de productos rusos -en realidad, de alimentos del este- en Países Bajos o a una escuela de idiomas donde se enseñaba la lengua de Putin. Estos sucesos revelan una absoluta ignorancia por nuestra parte. En este sentido, es un error -recurrente- identificar lo ruso con lo que sucede en torno a Moscú, cuando, en realidad, si por algo se caracteriza Rusia es por su compleja y extensa identidad.

A estas cancelaciones se añaden otras igual de ridículas: se han suspendido conciertos de Chaikovski y de Stravisnki, e incluso se ha llegado a sugerir que hay que dejar de ver los filmes de Tarkovski, no vaya a ser que nos contaminemos con tósigos de la estepa.

“Se han suspendido conciertos de Chaikovski y de Stravisnki, e incluso se ha llegado a sugerir que hay que dejar de ver los filmes de Tarkovski, no vaya a ser que nos contaminemos con tósigos de la estepa”

Al mismo tiempo, a los creadores y artistas se les exige mostrar públicamente sus credenciales ideológicas y censurar, clara y tajantemente, las bárbaras decisiones del Kremlin. Cuando la Vancouver Recital Society anuló el concierto de Malofeev, un joven pianista ruso, con la excusa de que era inmoral continuar con el festival sin esperar la condena pública de la guerra por parte del artista, este, de veinte años, explicó que los medios que exigen sus declaraciones olvidan que su familia vive en territorio ruso.

Sus precauciones no son exageradas. Al parecer, personas del ámbito de la cultura están recibiendo bastantes presiones. Marina Davydova, conocida crítica teatral, ha encontrado en su bandeja de entrada correos amenazadores y los activistas pintaron una Z -que simboliza el apoyo a la guerra de Ucrania y a Putin- dibujada en la puerta de su apartamento de Moscú.

Hay incluso una página web encargada de poner nombre a los supuestos traidores. Y es curioso que mientras en este lado del telón, por decirlo así, desconfiamos de la cultura rusa -sin distinciones de ningún tipo-, los agentes provocadores de aquel país crean que las ideas occidentales están permeando y emponzoñando las prístinas costumbres nacionales.

De hecho, gran parte de los conflictos actuales tiene que ver con lo que podríamos llamar la tentación cátara, que es, si se me permite seguir con la analogía de las heterodoxias, una de las derivaciones del maniqueísmo. El catarismo agrava, hasta llegar casi a lo apocalíptico, la dualidad entre bien y el mal. Para el que se entromete en la guerra ideológica y cultural, no hay tampoco escala de grises, de modo que no hay nada que se pueda salvar o disculpar en quien, desgraciadamente, tiene grabada la maldita marca de la bestia.

 

El mismo grado de pureza con que los nuevos cátaros se sienten instalados en el lado correcto de la historia, lo reconocen a los condenados, puros en su perversidad intransigente. El problema es que estamos sentenciados de antemano. No solo se niega el derecho a que uno se defienda, sino también el de pronunciarse o actuar. Eso significa que no hay nada que un ruso pueda hacer. Es ya culpable, como lo es el que lee un determinado libro o consulta un medio concreto.

No digamos el que sugiere que tampoco en la guerra son unos buenos y otros malos, restando complejidad a un conflicto tan arraigado y profundo, tan multidimensional. Si reflexionamos un poco, pensar de manera simplista nos sitúa en la infancia intelectual y puede conducir a sistemas políticos paternalistas, irrisorios y liberticidas.

“Denostar y desmantelar la cultura -cualquiera que sea- por razones políticas no es el mejor método de conservar ese caudal simbólico que necesitamos para seguir cultivando nuestra propia forma de ser”

No sé si las bibliotecas de un talibán estarán tan diezmadas como profetizo que estarán -a fuerza de corrección política- las americanas o europeas dentro de unos años. Pero denostar y desmantelar la cultura -cualquiera que sea- por razones políticas no es el mejor método de conservar ese caudal simbólico que necesitamos para seguir cultivando nuestra propia forma de ser. Implicaría olvidar esa escala de grises que hace nuestra vida tan apasionante y que nos descubre que eso del lado correcto de la historia no es más que un viejo mito. Una patraña.

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