“Sociedad, milicia, valores”

Una especie de bodas de oro cuyo adelanto nos permite reunirnos a más titulares… Una inyección de orgullo y agradecimiento que reafirmó mi convicción de que aquella elección mía fue uno de los mayores aciertos de mi vida.

No es una carta abierta a mis amigos y compañeros. Escribo estas líneas pensando sobre todo en una “audiencia” civil; quiero decir, en lectores ajenos a lo militar. Y digo ajenos en su sentido más amplio. Intentaré por unos minutos que el lector, incluso aquel que desconozca este mundo o quien pueda tener reticencias al uniforme militar, por cualquier razón, haga compatible su posición personal con la idea que intento transmitir. Mi punto de partida es muy sencillo: quienes protagonizamos la llamada jura de bandera, hoy día todos de forma voluntaria, nos comprometemos a proteger a todos los españoles; no solo a quienes piensan como nosotros, sino absolutamente a todos, incluidos aquellos que no comulgan con nuestra forma de vida ni con nuestra misión (no un invento, sino una encomienda de la sociedad), o quienes hacen del antimilitarismo su bandera.

Estas líneas no son un alegato sensiblero, victimista ni reivindicativo. Y mis disculpas si lo parece. Son el agradecimiento a mi familia, a mis amigos y a la sociedad misma que me descubrió esta opción de vida y me permitió abrazarla. Carrera de las armas que seguimos quienes tenemos como último deseo personal y colectivo, lo aseguro, no vernos obligados a emplearlas jamás.

Cinco años juveniles en régimen internado, incluso con la mentalidad de hace cuarenta años, no es fácil. Cinco años de maduración acelerada. Cinco años disciplinados, apresurados, exigentes. Cinco años estudiando entre pupitres y matorrales, dedicando nuestro empeño a trabajar tres músculos: el intelectual, el del sentimiento y el físico. Que cada cual los ordene como prefiera porque, al final, los tres son imprescindibles y deberán funcionar inseparables tanto en paz como en guerra.

Durante la celebración zaragozana, me reafirmé en mi convicción de que el poso que dejan esa facultad de ciencias bélicas y aquel modelo de formación es único. Ningún otro centro de formación profesional lo hace, porque sus objetivos son necesariamente bien distintos. Ningún otro centro de formación universitario hace que la disciplina, el compañerismo y el afán de hacer las cosas bien las cosas buenas se consolide como lo hizo con nosotros la Academia General Militar. Creo que mientras perdure un régimen de internado disciplinado, de camaradería máxima, de aire cuajado de valores morales, en el que todos compartan por igual momentos tan gratificantes como extraordinariamente duros, nuestros oficiales se modelarán con el único afán de hacer bien el bien. Y de esa forma nuestros militares estarán bien preparados para hacer lo que cualquier ejército debe ser capaz de hacer: que todo funcione cuando nada funcione.

El Decálogo del Cadete es todo un código deontológico, muy ilustrativo para quienes deseen ver el modelado de la oficialidad. Pero antes y después de ese código, la Academia General Militar, como reza su himno, ha sabido templar almas y forjar un vínculo fortísimo entre unos profesionales muy bien preparados que, en algunos casos, han llegado hasta el heroísmo.

Es necesario añadir la mayor racionalidad posible a nuestra vida, pero hay actuaciones solo posibles desde el corazón. La milicia es así, racional pero enormemente emocional. No es frecuente encontrarse profesionales de otro ámbitos que, en su sano juicio -y aseguro que los militares no estamos locos- juren estar dispuestos a jugarse su pellejo por proteger el de los demás. Estoy convencido de que ese núcleo de profundo afán de servicio no se diluirá con las ansias necesarias y loables de modernización, y también de que no se confundirán proyectos futurizos con desvirtuados. Creo que el sentido común de cualquiera le hará intuir lo improbable del éxito que sería pretender convertir en oficial en pocos meses a nadie, por mucha titulación ajena lograda previamente; obvio los supuestos que cualquiera puede establecer con otras profesiones y titulaciones, porque me parecen muy evidentes.

Me gustaría que unos y otros sepamos poner más en valor esta religión de hombres honrados, como escribió Calderón, tan necesaria en la paz como en la guerra. Y solo añado, querido lector que has aguantado hasta aquí, que este aniversario me ha resultado enormemente emocionante y que llevo varios días con la vista nublada…

José Luis Hernangómez de Mateo

 


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