Apenas se prevén cambios en el futuro político de Israel

Como suele suceder en los países avanzados, los resultados de los comicios son anticipados por los trabajos demoscópicos. Aunque con matices, Israel no ha sido excepción en la consulta del pasado 22 de enero. El Likud, el partido conservador del primer ministro Beniamin Netanyahu, unido a la formación nacionalista Israel Beitenu de Avigdor Liberman, ha sido el más votado. Alcanza 31 escaños. Pero retrocede en once respecto de las anteriores elecciones, especialmente por el éxito de un nuevo partido más a la derecha: el Bait Yehudi (Casa Judía), liderado por un político emergente, Naftali Bennet, con 11 escaños, igual que el sefardí Shas, y los 7 del askenazí Judaísmo unido de la Torá. Estos 60 escaños no llegan a la mayoría absoluta por uno solo.

La otra mitad de diputados se reparte entre el nuevo partido de centro, Yesh Atid con 19 escaños, el Laborista con 15, Hatnuá –promovido por la ex titular de Exteriores Tzipi Livni‑ con 6 y Kadima con 2). Más a la izquierda quedan Meretz con 6 y Hadash con 4. Los ocho escaños restantes corresponden a partidos árabes (3 de Balad y 5 de la Lista Árabe Unida-Taal).

A un observador occidental no le resulta fácil entender la enorme fragmentación del parlamento israelí (Kneset). En muy buena parte se debe a un sistema basado en una proporcionalidad casi absoluta, con mínimos de exclusión muy reducidos. La ley facilita así la presencia en la cámara de partidos que, a veces, desaparecen con la legislatura.

Además, a lo largo de los últimos años, la división ha afectado incluso a las clásicas formaciones de la derecha y del centro, y al propio laborismo. Un ejemplo notorio es el derrumbamiento del partido fundado por Ariel Sharon, que gozaba hasta hace poco del mayor número de escaños, aunque no pudiera gobernar en solitario. Kadima ha debido conformarse ahora con dos escaños…

Dentro de esa multiplicidad, todo indica que Netanhayu puede volver al poder, pero debilitado. Disolvió el parlamento por su situación comprometida, pero le ha resultado perjudicial, fenómeno repetido últimamente en lugares diversos, como si los electores tuvieran un sexto sentido contra el posible fraude democrático envuelto en la convocatoria de elecciones anticipadas. Para gobernar, tendrá que apoyarse más en los partidos de derecha, con el consiguiente endurecimiento de políticas que poco ayudarán a la solución de la crisis con Palestina y mantendrán en ascuas a la comunidad internacional, por el riesgo latente de un conflicto bélico con Irán, que podría trascender el marco regional: demasiados expertos temen una tercera guerra mundial nacida en Oriente Medio.

Pero el juego de las alianzas postelectorales puede dar lugar a otros escenarios, a los que se apuntan lógicamente los más optimistas y los deseosos de avanzar en la paz, con la definitiva creación del Estado palestino. Desde luego, los laboristas no cesarán contra viento y marea en su intento de unir a los partidos de centro-izquierda para desbancar a Netanyahu.

Mucho depende de la posición que adopte el nuevo partido Yesh Atid (Hay Futuro), en principio, centrista. Es el gran triunfador en los comicios: su líder, Yair Lapid, popular presentador de televisión, lo ha llevado a la segunda plaza en la Kneset, tras el Likud. Pero su prioridad sigue siendo, salvo cambios postelectorales, consolidar un Estado laico frente al excesivo peso de ortodoxos y ultras.

De otra parte, en el éxito de Yesh Atid ha influido probablemente la existencia de movimientos sociales de protesta, algunos ligados en su día al fenómeno de los “indignados”. El problema de la vivienda o la crisis del Estado del bienestar agobian cada vez más a muchos ciudadanos, más allá de las cuestiones de carácter internacional que preocupan en Europa y Estados Unidos. Y Lapid no puede olvidar esas reivindicaciones. En cualquier caso, la pulverización de los partidos presagia una continuidad de la política actual, incapaz de hacer avanzar la paz en ninguna de sus facetas.

 
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