Estados Unidos puede conceder derechos a los inmigrantes sin papeles

Muchos son los aspectos admirables en la reacción del pueblo estadounidense ante el atentado de Boston. Como también en la rapidez y eficacia de la policía para encontrar a los terroristas. Barack Obama tiene motivos para enorgullecerse.

En cambio, en el contexto de la lucha contra el terrorismo, debería recordar sus promesas de hace cinco años sobre Guantánamo. Ciertamente, como titulaba Le Monde en su editorial del día 19, “Obama no ha cumplido su palabra”. Estos días, el problema se agudiza con la alimentación forzosa de un preso en huelga de hambre, un tema de máxima entidad ética sobre el que no hay conclusiones definitivas. Pero denota un sospechoso predominio de la fuerza sobre la razón.

Más cerca de los americanos estaba el Presidente con su proyecto de regulación de las armas de fuego, especialmente sentida por un porcentaje alto de la población después de la masacre de Newtown. Pero el Senado rechazó el endurecimiento de las leyes vigentes. Prácticamente todos los republicanos, y también cuatro senadores demócratas, votaron contra la reforma. Para algunos, se consolida así la “psicosis por la seguridad” tan presente en el imaginario colectivo.

Comienza ahora el debate de otro gran capítulo pendiente: la revisión del derecho de extranjería. El arranque resulta esperanzador, tras el compromiso alcanzado por un grupo de ocho senadores de ambos partidos. En gran medida, está en juego la recuperación de una de las señas de identidad de los Estados Unidos, y uno de los motores de su dinamismo: la capacidad de integración de personas procedentes de culturas distintas.

Ese proyecto “bipartidista” –según la terminología del Congreso‑ trata de resolver el grave problema nacional de la presencia de unos once millones de extranjeros “sin papeles”. La proporción es demasiado alta respecto de una población total de poco más de trescientos; como también resulta excesivo el número de expedientes de inmigración sin resolver (casi cinco millones).

Como se comprobó en las últimas elecciones presidenciales, la cuestión tiene máxima repercusión política, especialmente desde que la minoría hispana ha superado el 10% de la población, y es mayoritaria en lugares concretos. Por eso, a ambos partidos les urgía encontrar vías de compromiso, también porque entre sus líderes destacados aumenta el número de apellidos latinos o hispanos, como Marco Rubio, senador republicano por Florida, uno de los firmantes de la proposición. La última gran regulación, de Ronald Reagan, permitió la regulación de unos tres millones de inmigrantes sin papeles, pero a la vez impulsó el “efecto llamada”: hasta llegar a la insostenible situación actual.

De todos modos, la propuesta presentada al Congreso el 16 de abril dista de ser jauja, más aún si se compara con las regularizaciones realizadas no hace mucho en España. Los candidatos estarían sometidos a una verificación de antecedentes, con informe favorable, y deberían pagar una multa. Si se cumplen las exigencias relacionadas con el tipo de empleo, y llevan diez años en el país, podrán conseguir la “tarjeta verde” (el permiso de residencia permanente), y optar a la ciudadanía americana a los tres años. Para los “dreamers”, que llegaron al país siendo niños, el plazo se reducirá a cinco años.

El plan se hace depender de una sutil condición, nada fácil de medir: la seguridad de la frontera con México. A la vez, se concede primacía a los aspectos laborales sobre los familiares. Frente a la reagrupación familiar, prevalece la cualificación profesional, así como la exclusión de especialidades que los sindicatos consideran demasiado afectadas por el desempleo. Se duplicará el número de visas –respecto de los trabajadores sin cualificación y del sector agrícolas‑ a ingenieros y científicos extranjeros, cuyos servicios son muy apreciados por las empresas que emplean alta tecnología. Se suprimirá, en cambio, la preferencia actual que beneficia a parientes de ciudadanos estadounidenses, por ejemplo, hermanos adultos.

A pesar del evidente pragmatismo del proyecto, fruto de difíciles equilibrios, y de que existe consenso sobre la necesidad de la reforma, la proposición tendrá que “enfrentarse a fuertes vientos en contra, especialmente en el propio Congreso”, a juicio de The Washington Post (17-4-2013). Pero, por fortuna, el arranque resulta esperanzador.

 
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