La corrupción de los Estados en el ámbito deportivo

Preocupa a los gobiernos la seguridad en los estadios, especialmente desde los atentados de París, tan próximos a uno de los más conocidos coliseos del fútbol. Pero se cierne también sobre esas competiciones la sombra de la corrupción, en forma de dopajes ilícitos, en ocasiones, promovidos por las propias autoridades estatales, pues siguen usando las posibles victorias y el número de medallas como elemento propagandístico: no han desaparecido viejos tics de la guerra fría.

El deporte de alta competición se ha profesionalizado e internacionalizado, hasta el punto de que cierra espacio para las selecciones patrias. A veces, se producen debates esperpénticos, como el de las banderas de la final de Copa española. No me extrañaría nada que sobre el césped del Calderón hayan competido tantos hispanos como ciudadanos de muy diversos países, alineados en ambos equipos (quizá más en el Barça). Apenas se justificaría hacer de esa pelea una cuestión política, salvo por la visceralidad de los nacionalismos.

Por ahí aparece otra contradicción cultural de las sociedades desarrolladas, manifestada recientemente en el debate a raíz del descubrimiento de una amplia corrupción oficial en Rusia en materia de dopaje. No deja de resultar sorprendente la firme reacción contraria a esos estimulantes, por parte de personas o medios informativos que suelen apoyar las campañas a favor de la legalización de las drogas.

Ciertamente, la defensa del libre comercio y consumo se basa en razones de libertad individual. Pero también es personal –no necesariamente colectivo, ni menos aún estatal- el empleo de sustancias prohibidas para mejorar el rendimiento de los deportistas. El dopaje oculto de Lance Amstrong durante años no era cuestión de Estado...

En cambio, en el caso de los juegos olímpicos de invierno, celebrados en Sochi, estaba muy implicado el presidente ruso, Vladimir Putin. La manipulación de los controles antidopaje recuerda viejas historias de los antiguos países del telón de acero, como la República democrática alemana.

Tras los escándalos del ciclismo, Rusia vuelve al primer plano de la actualidad. Hace unos meses, fue suspendida la federación de atletismo, acusada de prácticas de dopaje y de ocultación de positivos. Ahora, se ha sabido que el laboratorio de Moscú responsable de los controles de los Juegos de Sochi en 2014, estaba lejos de las garantías previstas por el código internacional y la agencia mundial antidopaje. Las declaraciones de su director, Grigory Rodchenkov, al New York Times, denotan una trama de corrupción muy articulada: el responsable del antidopaje proporcionaba esteroides anabolizantes a los atletas indicados por el ministerio del deporte, y aprovechaba la nocturnidad para el cambiazo de las muestras tomadas tras las competiciones. Rusia consiguió 33 medallas, 13 de oro, pero paga hoy un precio muy alto, con el que se ha descrito como el mayor escándalo de dopaje en la historia de los modernos juegos olímpicos.

La agencia mundial tenía en observación el trabajo del laboratorio de Moscú, pero no se atrevió a retirarle la acreditación, como había hecho con el de Río de Janeiro, en 2013, antes del mundial de fútbol (de hecho, las muestras tomadas durante el torneo fueron analizadas en Lausana). Habría sido una afrenta para el presidente Putin, que no la toleraría en modo alguno.

El golpe es duro, también para el COI, criticado antes por haber elegido el proyecto de Sochi y su enorme costo. También los resultados de los dos últimos Juegos, dominadas por los atletas rusos, son ampliamente cuestionados. Mientras se aproximan las olimpiadas de Río, dentro de un país en estado de agitación política, el Comité Olímpico debe hacer frente también a la investigación sobre el pago de sobornos por parte de Japón a favor de la oferta ganadora de Tokio en 2020.

Una gran cuestión radica en si se pueden seguir aplicando criterios propios del amateurismo a competiciones altamente profesionalizadas, que ocupan además posiciones neurálgicas en la industria del ocio. Al deportista se le exige cada vez más rendimiento y espectáculo, algo difícilmente compatible con el clásico juego limpio. Desde luego, éste es posible, pero quizá solo para superdotados, tipo Rafael Nadal. El deportista común no tiene más remedio quizá que arriesgar su salud: la presente y la futura.

 
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