Uberización laboral: nuevos retos jurídicos en tiempos de pandemia

Teletrabajo
Teletrabajo

No voy a volver sobre el ya conocido debate sobre el teletrabajo, un viejo fenómeno acelerado hasta extremos increíbles como consecuencia del coronavirus. Algunos gobiernos se han apresurado a improvisar regulaciones jurídicas, no del todo necesarias, porque los posibles problemas se podían resolver aplicando principios generales aceptados en la vida social moderna. Otros han aceptado los acuerdos alcanzados entre sindicatos y patronales, para precisar derechos y deberes cuando la prestación laboral por cuenta ajena se realiza fuera del establecimiento de la empresa y, por tanto, no es reconducible al clásico poder reglamentario del empleador. Pero se trata de matices, dentro de la aplicación del ordenamiento laboral vigente en la mayoría de países desarrollados, como parte esencial del estado del bienestar.

         Me parece distinto el abanico de problemas suscitado por la “uberización”. Permítaseme usar este término, que aplica una parte al todo, como tantas veces sucede en el lenguaje contemporáneo. Al principio, salvo error por mi parte, surgieron en California nuevas empresas que prestaban servicios de transporte en coches con conductor, que el cliente contrataba mediante una aplicación informática: la empresa se responsabilizaba sólo del funcionamiento de un servicio, prestado por personas que no pertenecían a su plantilla e, incluso, usaban vehículos propios. Algo semejante surgió más o menos por la misma época con los servicios de mensajería o diversos transportes de mercancías, y pronto se expandió por el mundo: no dejan de llamar mi atención los casi únicos ciclistas que circulan por Madrid el sábado por la tarde: nada que ver con las bicicletas de montaña cada vez más numerosas por la sierra de Guadarrama.

         Al ciudadano que no desea salir de casa para sus compras, le resulta indiferente que le preste ese servicio un autónomo o el clásico trabajador por cuenta ajena. Le basta con la eficiencia y el precio cierto. Le da igual el modo de encargar la tarea o el estatuto jurídico de quien resuelve su problema. Pero, en el mundo occidental desarrollado, no se puede ignorar la historia, que incluye la consagración de los derechos sociales no reductibles al juego de la oferta y la demanda.

         Aunque la cuestión jurídica afecta a otros servicios, el núcleo del debate se ha centrado en torno a las entidades que coordinan a los conductores de vehículos. Establecen normas sobre las tarifas del servicio, pero no consideran al empleado como trabajador por cuenta ajena, con derechos típicos, como vacaciones pagadas, desempleo, accidentes, etc.

         El Estado de California promulgó una ley a comienzos de 2020 -la AB5-: las empresas de la “gig economy” (economía de trabajo a la carta) quedaban obligadas a tratar como empleados a las personas que contrataban, con determinados derechos sociales, si ejercían un control sobre sus tareas, y establecían las tarifas. Se creaba así un nuevo estatuto, intermedio entre el contrato laboral típico –evolución del antiguo contrato de servicios- y el contrato de obra, propio del derecho civil o mercantil. Los conductores de plataformas digitales continuarían siendo autónomos, pero con garantías a cargo de la empresa en materia de retribución y seguridad social.

         Sorprendentemente ese estatuto fue modificado en el referéndum del pasado 3 de noviembre. En las presidenciales, el 64% de los electores votó a favor de Joe Biden, pero el 59% apoyó la Proposición 22, en contra de la postura demócrata: se trataba de anular parcialmente la ley que atribuía a los conductores y repartidores de las plataformas digitales la condición de empleados, con una protección social mínima e ingresos brutos respaldados por el 120% del salario mínimo, pero les impedía, por ejemplo, crear un sindicato.

         En esa línea, el Tribunal Supremo de Londres ha calificado como "worker" a un conductor de Uber registrado como autónomo: un tertius genus, a mitad de camino del clásico asalariado: trabajadores "parasubordinados", sin margen de negociación, y cuyo contratante no es propiamente el cliente; pero con una protección específica: salario mínimo, horario de trabajo, vacaciones pagadas, etc. Pero sin prestaciones por enfermedad o por maternidad, ni por despido o desempleo, ni por jubilación.

         Pero no se puede ignorar la necesidad de una mejor protección social para trabajos de alto riesgo –los ciclistas sufren muchos accidentes. No basta apoyarse en el interés de los clientes –también son más baratos productos fabricados en oriente en condiciones serviles-, ni en el drama del desempleo en tiempos de crisis. Tampoco parece lógico sustituir la inflación burocrática, o el excesivo intervencionismo sindical, por la precariedad jurídica. Sigue siendo necesario el tuitivo derecho del trabajo: in dubio, pro operario.

 
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