Atrapados

He estado pasando un fin de semana en una casa de campo. Ambiente fresco, olor a naturaleza, y sensación de vivir. Tras la experiencia, sin duda enriquecedora, estoy en condiciones de afirmar que el placer que proporciona dormir la siesta en el jardín de casa, bajo el sol de media tarde, acompañado de la brisa marina y de los cánticos de los pajaritos, se diluye como aspirina efervescente en el preciso instante en que encuentras los restos mortales de un ratón sobre el sillón de la sala de estar, frente al televisor. Ocurrió el sábado. En el zenit de mi disfrute bucólico. Tras la autopsia, no he podido determinar si, en el momento del óbito, el roedor se encontraba viendo La Noria. Pero da igual, el daño ya está hecho. El campo es así, no se anda con tonterías. Y los ratones de ahora ya no son como los de antes. O tal vez sí. Acuden a la basura, como toda la vida.

La mayoría de los animales son encantadores vistos en los documentales, o en la distancia que ofrece Cabárceno. Pero la realidad agreste es de otro color. No sé qué les parece a ustedes. Cada vez me resulta más difícil asumir los contratiempos de la vida campestre. Y a su vez, cada vez me resulta más necesario acudir a su medicina, después de un trimestre embutido en la rueda asesina de la ciudad.

Las ciudades y los políticos nacieron para hacernos la vida imposible y, con el paso de los años lo han ido logrando. Respiramos basura incluso en las urbes mejor ventiladas. Vivimos hacinados, como chorizos, sin espacio para la libertad, ni para la intimidad. No se me ocurre nada más ordinario que esto. Además, los responsables de tráfico se han convertido en recaudadores profesionales, renunciando a su misión de hacer más llevadera la tortura de atravesar la ciudad en coche o la de encontrar un sitio donde aparcar. Como norma general, está prohibido estacionar el coche en todos los huecos libres y en algunos de los que están ocupados. Si por casualidad, es su día de suerte, y logra encontrar un aparcamiento legal y vacío, no lo celebre: su coche no cabe.

En ese sentido, muchos pequeños pueblos de España siguen siendo una maravillosa excepción. Entiendo que algunos de sus habitantes sigan votando a los nacionalistas, pensando que evitarán que todas sus virtudes se diluyan, y degeneren en la perversión de las grandes urbes. Lo que no saben es que todas las ciudades gobernadas por nacionalistas terminan igual: con todas las desventajas de una gran ciudad y todas las desventajas del pueblo más remoto.

La vida tranquila del pueblo sigue siendo un buen destino, en comparación con las propuestas que ofrecen las agencias de viajes en los escaparates. Sin embargo, algo de ese sosiego se está perdiendo. Antaño desplazarse al campo era una forma de volver a nuestros orígenes. Agricultura, ganadería, tecnologías primitivas. Ratones muertos aparte, todo eso nos ayudaba a oxigenar el cerebro y a levantar el ánimo. Pero las cosas han cambiado mucho en los últimos tiempos. Por supuesto, me alegro por los que viven en estos lugares. Pero lo lamento por la cuadrilla de sublevados que acudimos cada verano buscando un poquito de tranquilidad.

Salvando diminutas excepciones, la tranquilidad en el campo no existe. Ya no existe. La histeria de este siglo traidor nos persigue hasta el lugar más remoto del planeta, para agitar nuestro sistema nervioso. Como un despertador pegado al trasero, que suena irremediablemente a las seis de la mañana todos los días del año, estemos donde estemos.

Vivimos atrapados entre pros y contras. Entre el campo y la ciudad. Entre conexiones y desconexiones. Tal vez es hora de asumirlo. El descanso de antaño se ha esfumado y el descanso de hoy es sencillamente agotador. El primer día que la tecnología nos permitió enviar un correo electrónico a un cliente desde el medio de un maizal y montados en un borrico, las cosas empezaron a torcerse. El día que la tecnología nos permitió recibir la respuesta, las cosas se torcieron del todo.

 
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