Recibo de préstamo

En tiempos no lejanos –lejano es hoy un lustro, y remoto es lo anterior a 2000–, la única huella identificativa que uno dejaba en el libro sacado de la biblioteca, sin considerar posibles desmanes como manchas, glosas al margen, subrayados, sobeteos abusivos a las páginas, mutilaciones de capítulos, etcétera, era la fecha de vencimiento que figuraba en la hoja de devolución. ¿Huella identificativa? Sí, pero discreta.

Esa octavilla adherida con pegamento de barra, a veces con un trozo de celo, a la segunda de cubierta o a la hoja de respeto, iba convirtiéndose en un historial críptico de lectores: estos se camuflaban detrás de cada fecha y solo ellos sabían quiénes eran y cuándo habían tenido en usufructo el ejemplar. Con sus ruedas pequeñas pero poderosas como las de un laberinto de Fortuna, el sello fechador mojado en un tampón de tinta a veces negra, a veces roja, las más azul, iba imprimiendo aquellos ex libris sucesivos, monótonos, impersonales y algo tristes de un bien al cabo público.

De cuando en cuando tomo entre las manos un título de entonces, de anteayer, e intento datar mi lectura, precisar su momento a partir de sensaciones y recuerdos indirectos. Al hojearlo evoco frío, una imagen de Clinton entrecano prestando juramento, el regusto calmo de estar a comienzos de evaluación en el colegio. Debo de ser yo quien está tras ese 25 de enero de 1993. Si un fin de un ciclo vital y un principio de otro, si un cambio, si una incertidumbre, si una novela recién impresa en aquellos días, con olor a papel entreverado de mudanzas, leída con un cabo insistente de largo flequillo sobre el ojo derecho, acaso sea mío ese 5 de octubre de 1996.

En general se conservan esas hojas de devoluciones que nos permiten la reconstrucción conjetural de una memoria lectora, pero ya no se utilizan. Todas se detienen en algún punto de la década pasada, como si el título no atrajese desde entonces el interés de nadie. Se han convertido en vestigio que no se retira, supongo que por cierto sentimentalismo, bien entendido que quitarlas es desabrigar al libro de calor humano, o por una simple cuestión práctica, porque arrancarlas deja una fea marca en el papel, como el desconchón de un muro.

Desde hace unos pocos años, no sabría precisar cuántos, la hoja de devoluciones se ha sustituido –al menos en las bibliotecas de Castilla y León– por un «recibo de préstamo» no vinculado físicamente al ejemplar, puesto que se entrega de forma individual a cada usuario. Se trata de un tique parecido al del supermercado, en el que aparece detallado todo lo que aquel tiene en préstamo, y algo de sumo interés: su nombre y sus dos apellidos. Si bien es cierto que el laso papel puede tirarse, guardarse en la cartera o terminar en el sitio más inverosímil, con frecuencia se emplea como marcapáginas, de modo que suele quedar olvidado entre ellas cuando el libro se devuelve. Así quedan a disposición de los lectores sucesivos tres informaciones muy valiosas: un dato personal, un test de solicitud en el cuidado de lo común y una decantación literaria.

Este cambio en el aviso de los plazos de vencimiento, por tanto, tiene implicaciones que van mucho más allá de la biblioteconomía. La alianza del delator recibo de préstamo con las pesquisas en Google o Facebook, fuerzas poderosas contra todo resto de anonimato, puede conducir a situaciones dispares que van desde la amonestación vía correo electrónico a quien ha deteriorado el ejemplar –con un margen de error siempre, porque igual se censura a quien no ha sido–, hasta la cita romántica con el alma gemela que manifiesta los mismos gustos que uno. Hoy como nunca, pues, cobra sentido aquel lema sugerente que figuraba en un punto de lectura: «Más allá, siempre el libro. Más allá, solo la vida». 

 
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