Sarkozy lo quiere todo

El activismo amoroso de los franceses se ve multiplicado por el efecto viagra del Elíseo. El lugar es céntrico y la bodega acompaña. La erótica del poder solía bastar pero las galerías del palacio recuerdan la doble o triple vida de Mitterrand, presidente de día y galán de noche, quien dio por instalar allí prácticamente un serrallo. Mitterrand mantendría mujer y amante y sendas familias incluso cuando filosofaba sobre su muerte con Jean Guitton, en una defunción que tuvo última cena a modo de gran gesto. Se sirvieron ostras y ‘ortolans’ y Mitterrand se retiró para morir. Su mujer legítima, Danielle, mantiene hoy una fundación de izquierdas de lo más rentable.

Por los corredores del Elíseo también se paseó Gaston Palewski, muy para el sobresalto de las mecanógrafas. Fue el político más rijoso del siglo y en su embajada romana le llamarían directamente ‘monsieur l’embrassadeur’. Durante años, la novelista Nancy Mitford languideció por él sin esperanzas. Más recientemente, Ségolène Royal y François Hollande se quedaron a las puertas del Elíseo. Ya sólo les unía la pasión política y eligieron separarse. A continuación, Hollande fue visto en actitud muy comunicativa con una periodista varias décadas más joven.

El caso más notable es el del presidente Faure, muerto por un ‘trop’ de pasión en el salón azul, en brazos de una amante, afectado por un vigorizante de la época. Faure venía de departir largamente con un arzobispo y murió en su encuentro con Meg Steinheil ‘tras haber sacrificado mucho a Venus’. Clemenceau diría que Faure quiso ser César y se quedó en Pompeyo. El sacerdote que acudió para el último tránsito preguntó a un criado si Faure todavía tenía ‘sa connaissance’. El criado le dijo que la habían hecho salir por la puerta de atrás.

Con Sarkozy y Carla Bruni se aclaran las dudas de si el amor a los cincuenta tiene el mismo voltaje que a los veinte. Los franceses llaman a eso ‘retour de l’âge’ pero Sarkozy es hombre joven todavía. Esa manera de quererse tanto no se veía desde que los príncipes de Asturias se miraban entre nada equívocos suspiros, con la salvedad de que ellos no tienen responsabilidad política. Bruni y Sarkozy parecen dos en la carretera aunque sean dos en el Elíseo. Sarkozy tiene a un lado las formas de guitarra de Carla Bruni y al otro lado el botón de las armas atómicas, de los submarinos franceses que bucean por el orbe. Ahí es de esperar que la voz de Carla Bruni tenga efectos sedativos sobre el temperamento del león.

Quizá es lo que necesitaba el bravío Sarkozy, condottiero de política y amor, siempre con imagen de llegar de una batalla victoriosa. Se suceden los rumores y los pleitos y las fotos de una pareja felizmente ajena al mundo. Esas cosas duran lo que duran, hasta que un mediodía se hace un trueno con una encuesta de Le Monde. Al Sarkozy enamorado no se le podía pedir la discreción del cojo que disimula su cojera o del calvo que disimula su calvicie porque no parece ir con su carácter. Da la sensación de que Sarkozy lo quiere todo, incluso a Cecilia todavía. Según ‘Lust in translation’, un estudio de las infidelidades por países, es en Francia donde se practican hasta edad más tardía. Véase el adulterio a la francesa como novelería o como deporte, a la espera de que Cecilia importe un amante preferiblemente haitiano, Némesis de nombre. Al final, no es un exceso de celo puritano el pensar que los franceses votaron a Sarkozy para otras cosas.

 
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