Televisiones católicas

“Necesitamos urgentemente profesionales católicos de la comunicación en el medio televisivo, sea cual sea su titularidad civil –estatal o de iniciativa social—o eclesial, pero necesitamos, simultáneamente, medios televisivos propios de la Iglesia bajo la forma de titularidad jurídico-canónica que proceda. En una palabra: ¡necesitamos la televisión católica!”. Son palabras del cardenal Rouco Varela dirigidas a los participantes en el Congreso Mundial de Televisiones Católicas que se celebra estos días en Madrid y en el que se dan cita televisiones de todos los continentes unidas por el común lazo de la fe católica que inspira sus parrillas de programación. Este desideratum refleja de manera clara la multiplicidad de misiones que parecen derivarse del mandato evangélico sobre el que se fundamenta la actividad de los cristianos en el ámbito de los medios de comunicación: “Lo que os digo de noche, decidlo en pleno día; y lo que escucháis al oído, pregonadlo desde la azotea” (Mt.10,27). Juan Pablo II hizo de este mandato una idea central y reiterada de su mensaje sobre los medios de comunicación, a los que definía como los nuevos areópagos. “En el mundo de hoy –decía en su mensaje en la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales del año 2001--, todos los tejados, casi siempre, se nos presentan como un bosque de transmisores y antenas, enviando y recibiendo mensajes de todo tipo a y desde los cuatro costados de la tierra. Es de primordial importancia asegurarse de que, entre esos mensajes, no falte la palabra de Dios. En la actualidad, proclamar la fe desde los tejados significa hablar con las palabras de Jesús en y a través del dinámico mundo de las comunicaciones”. De los discursos, declaraciones y pronunciamientos de diversos representantes de la Conferencia Episcopal Española y en particular de los responsables de la Comisión Episcopal de Medios de Comunicación Social (CEMCS), parece deducirse que la jerarquía eclesiástica española ha apostado por un modelo de televisión católica de tipo generalista, enfocada no sólo a la transmisión de la Palabra, sino también –o incluso, más bien-- a la facilitación de alternativas tanto en el ámbito del entretenimiento familiar como en el de la información de actualidad. El modelo de televisión generalista –es decir, de televisión que aspira a competir con el resto de las cadenas en la ocupación del tiempo de ocio e información del telespectador—tiene, en mi opinión, algunos riesgos significativos. Lo más importante en el mundo de la comunicación, decía un patriarca americano de los medios, es saber exactamente en qué negocio está uno, a qué se dedica exactamente. La Iglesia no está en el negocio de los medios de comunicación por más que, en la persecución de su verdadero negocio, deba utilizar dichos medios como altavoz y amplificador, como soporte inexcusable de su actividad. “La Iglesia se sentiría culpable ante Dios si no empleara esos poderosos medios”, puede leerse en la Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi. Junto con la necesidad de acertar con un enfoque coherente, también es un reto importante el de la profesionalidad. Hacer televisión, máxime cuando se aspira a competir en el terreno de la televisión generalista, no sólo es muy caro, sino también enormemente exigente en términos de talento profesional. Resulta estimulante comprobar el profundo conocimiento que tiene de esta realidad monseñor Foley, presidente del Consejo Pontificio para las Comunicaciones Sociales, que transmitía hace unos meses a los organizadores del congreso de televisiones católicas su preocupación por trabajar con criterios de calidad y profesionalidad ya que, “si nuestros esfuerzos en esta tarea son de poca calidad y poca profesionalidad, aquello en lo que creemos puede parecer de poco valor y, paradójicamente, daríamos una lamentable imagen de Dios”. Es difícil plantear un reto de mayor calado que éste.

 
Comentarios