Las Vegas, 8 am – Fin de fiesta en el hotel Wynn

Son las ocho de la mañana y estoy en Las Vegas, archidiócesis de Nevada, una ciudad donde los coches son todos limusinas y las mujeres tienen por lo menos cuatro tetas. Acabo de desayunar y observo que lo malo de comer salmón ahumado con los dedos es que deja un olor inolvidable. Hay uno que casi se muere al confundir con crema la salsa de rábano. El hotel Wynn tiene un Chagall en recepción, pantallas de plasma que salen del agua, dos tiendas de Fendi y una de Mcqueen: pese a todo, el hotel no llega a caer en el mal gusto. Es una pena. Tras cinco días en Las Vegas, estoy tan cansado que sólo aspiro a cinco días en Castel Gandolfo. Ya no sé si lo que necesito es una lavativa o una confesión. Aquí uno es feliz como si no tuviera alma.

Desde mi mesa veo macizos de rosas del tamaño de repollos; del techo cuelgan también florones de vidrio, al parecer italianos, al parecer carísimos, en todo caso inverosímiles. Ahora recuerdo una noche que empezó con un bebedizo llamado el Mordisco de Jalisco y que desde entonces no ha hecho sino ascender gloriosamente hacia el desastre. Fuimos a Smith and Wollensky a comer carne no como carnívoros sino como caníbales. Más patatas. Un grupo de pijines madrileños y andaluces puede degradarse hasta extremos de incivilidad desconocida. Me pregunto qué harán los que no son pijines. En SW cobran el vino de California a precio de vino bueno pero las steakhouses son lo mejor que hay en el mundo. Las despedidas de soltero, en cambio, son lo peor que hay en el mundo. En este mismo hotel, hace diez o doce horas la gente iba vestida de ‘poolside casual’ frente a la gran cascada artificial. Vestidos estampados, camisas color malva, chill-out sur mesure, las pieles muy morenas y los dientes muy blancos. Fuera del hotel, la sensualidad de Las Vegas es directa como una patada en los testículos.

Con la perspectiva que da el segundo espresso, miro el comienzo de la noche como quien recuerda su inocencia. En el lobby del Caesar’s, puro mármol vaticano, pasaban tantas mujeres que nos parecía estar en las praderas, como los indios ante las manadas infinitas de los búfalos. Poderoso mujerío. Ya en la discoteca Pure –party under the stars- uno se daba cuenta de que casi todas eran asiático-americanas pero me tocó bailar con una negra de pelo corto y ha sido la sensación de bailar con Kobe Bryant. ¡Mujeres de Las Vegas! ¡Tuve hambre y me disteis de comer! Luego son todas tan listas que estudian informática en Stanford y hacen prácticas en Google.

A las cuatro apagan las luces y es una gran hora de ponerse a jugar. Aquí conviene sin duda ser muy rico pero el dólar está barato y uno puede sentirse un poco árabe. Una mano invisible toma tu dinero y deja un remordimiento donde había un dólar. He estado un rato jugando al rojo o al negro, es decir, he estado un rato perdiendo al rojo o al negro: de veinticinco en veinticinco dólares, de pie, con una copa, me entretenía contando cuántas palabras me costaba cada ficha. Ahora sé que es fácil pensar que uno pierde dinero cuando en realidad pierde otras cosas. Cuatro amigos han vuelto a la ruleta todavía, incluido el que tiembla de nervios cada vez que pone una ficha en el tapete. Dentro de poco nos iremos a dormir un par de horas: sí, Las Vegas pide toda tu atención, y yo me quedaría a vivir aquí, exactamente igual que todos. Cada día habrá el momento en que un retortijón en el espíritu obliga a decir ¡viva Las Vegas!

Esta es hora de estiaje y las que fueron reinas temporales de la noche se descalzan como una abdicación. Musa del mundo, pienso ahora en la cocina cerrada del Bocuse, en corbatas de Léonard, en eructos de champán Louis Roederer, en suites grandes como catedrales, en el hombre que ha muerto por sobredosis de viagra, en las niñas con colonia ‘muérdeme’, en el cañón de luz del Luxor donde se abrasan mil millones de moscas cada noche, imagen pavorosa del infierno. Escribo penosamente en la moleskine, bajo una luz de anfetamina: sólo la escritura y los zapatos me recuerdan que no soy bestia sino hombre. Esto es lo que da el mal mundo, coctelería, minifaldas, filetes de primera calidad, el alba y el ocaso entre las flores, gin-tonics sublimes, mezclados con hielos del Leteo. Tantos apetitos son sólo un apetito que no muere: aquello a lo que nos damos y nos gasta, hasta que alguien hace un gesto con la mano y dice ‘no more bets’.  

 
Comentarios