La corrupción no importa tanto

La energía ni se crea ni se destruye y los trajes ni se regalan ni se aceptan. Esas eran las reglas que se han aplicado desde elegantes como el duque de Windsor hasta el administrativo que casa a la hija mayor. Tradicionalmente, se entendía que en los países de cultura latina había más tolerancia, más equívocos de trato personal, más manga ancha a la hora de hacer política. Era algo no ya inherente al carácter nacional sino también propio de democracias menos consolidadas, por oposición a democracias como EEUU en las que algunos cargos públicos no aceptan invitaciones ni a comer y hay turnos entre vida política y vida civil que ocluyen el tráfico de influencias. Al tiempo, se sabe que en los Estados menos sólidos es más fácil que dominen oligarquías o instancias paralelas de poder o que al poder le salgan hijuelas poco santas. Tras el escándalo que ha abrazado transversalmente al parlamento británico, está de más decir que las tentaciones son universales.

En el mundo parapolítico del PP han habitado personajes cuya integridad se pone más en duda que la fidelidad conyugal de Silvio Berlusconi. Tanta buena fe depositada por millones en un partido político contrasta con que unos cocainómanos de luxe hayan estado dando palmadas, avasallando con ‘cash’ y pagando las copas a unos políticos demasiado susceptibles al halago, licuados ante la presencia poderosa del dinero, olfateándose los unos a los otros en el consuelo que se encuentra entre “los nuestros”. Ahí estaba la derecha reformista, asaltada por la derecha bandolera. Ha habido culpa en convivir con gentes de tanta obscenidad aunque la asunción es que la rama de corrupción no ha afectado al núcleo del partido sino a ramificaciones difíciles de controlar. En el PP ha venido aumentando la desconfianza, con muchos perros que quieren comer perro, estupores y rumores que gotean a falta de versiones oficiales. Al tiempo, el Gobierno aún echa los sabuesos, rebuscando en los cajones que dejó el Gobierno anterior. Lo hemos visto en varias autonomías. Se filtran los sumarios a los periódicos amigos, merma de modo absoluto la presunción de inocencia. Está en la naturaleza de la calumnia –según Maquiavelo- que cualquiera puede calumniar a cualquiera. Es otra manera de corrupción.

La corrupción no es esencial sino contigua a la política. De ahí que pueda lucharse contra ella: si el nivel fuera elevado, no haría falta, pero las tentaciones están muy a la mano y a algunos las manos se les van. Cunde la impresión de que la corrupción nidifica en el sistema: contratas, subvenciones, “yo conozco al concejal”. A la larga, eso puede erosionar aún más una confianza ya mermada en la clase política y en la política en general, enconando diferencias partidistas que nublan el atenimiento a la verdad. No puede instalarse la percepción de que la corrupción, en realidad, no importa tanto, porque alienta que los peores lleguen a la política y porque desvirtúa la política en sí: hemos visto que en el PP no sólo es que se haya evaporado un valor táctico como la euforia postelectoral sino que la llegada de su mensaje ha quedado menguada hasta septiembre o más allá en una sequía informativa autoimpuesta.

Es un dato que han sido muy precarios los sistemas de control. Regular y legislar será un propósito que parará en la imperfección por ser la naturaleza humana como es y por estar ante un país de política siempre personal, cuya constitución –cosa no mala por sí misma- se redactó en los bares. Afecta no sólo a los partidos y al Gobierno sino al Legislativo en su relación con los lobbies y grupos de presión. Implicaría medidas restrictivas: ¿cómo dejar de regalar algo a un viejo amigo que llega a ser delegado del Gobierno? ¿Cómo no mandar unas botellas al diputado que nos defendió o nos trató tan bien? Visto lo visto, es que hay que tomar medidas restrictivas, más allá de unos códigos de buen gobierno que están para ensayar la prosa angélica.

 
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