La estela del terror

Hoy, 11 de marzo, se cumple un año de la masacre terrorista en Madrid. Debe ser un día para el recuerdo de quienes murieron, para la condolencia y el apoyo a las víctimas y a sus familiares. Un día para sentir el dolor como entonces y para reconocer de nuevo el esfuerzo altruista de todos aquellos ciudadanos que se desvivieron por socorrer y consolar a los afectados. En el intervalo de unos segundos, aquel jueves pudimos avergonzarnos como pocas veces antes y experimentar asimismo el más alto orgullo de pertenecer a la condición humana.

El terrorismo es semejante a la hélice de un motor enloquecido que no sólo despedaza cuanto encuentra a su paso, sino que además va dejando tras de sí una larga estela: de dolor y solidaridades, en efecto, pero también de aguas removidas que son las discordias subsiguientes. Cuando creíamos superada la discusión en torno a las presuntas causas de estos actos, cuando pensábamos que pertenecía ya al pasado la atribución de responsabilidades ajenas a las de los propios asesinos, cuando parecía que íbamos atesorando coraje e inflexibilidad ante la violencia chantajista, se desvaneció por completo este esperanzador panorama. Tres días duró el espejismo.

Si humanitariamente el comportamiento ciudadano ante la matanza fue ejemplar, políticamente no puede afirmarse lo mismo. Cundió el miedo. Y hay que decirlo con toda claridad para no llamarse a engaño. Con casi doscientos muertos en unos trenes cualesquiera, madrugadores, cotidianos, y con una autoría de fanatismo sin matices, cundió tal miedo que muchos españoles se lanzaron a las urnas para escamotearlo. Creo firmemente que ése fue el verdadero motivo del vuelco electoral, aunque también coadyuvasen en cierta medida la labor manipuladora de los medios afines al Partido Socialista o la muy discutible «gestión de la crisis» por parte del Gobierno popular.

La estela del terror, quizá cada vez más difuminada pero igualmente perceptible, llega hasta hoy mismo, un año después de que todo sucediera. ¿En qué sentido? Por lo pronto, los partidos políticos siguen sumidos en un proceso inculpatorio mucho más intenso de lo habitual, que remite sin duda y de forma soterrada a aquel día. Las asociaciones de víctimas se han escindido en dos bloques –bien desiguales en número, es cierto– con planteamientos discrepantes y atendidos por un Alto Comisionado que encona más que une. Y hay expertos de algunas plataformas, en fin, que se niegan a ver lo obvio y a llamar a lo evidente por su nombre.

Aquel 11 de marzo los balcones de Madrid se llenaron de banderas nacionales con el crespón negro en señal de duelo. En mi barrio, en un segundo piso de la calle Donoso Cortés, todavía queda una, no sé si olvidada o a modo de homenaje permanente. Lleva allí justo un año, a merced del frío, de la lluvia, del viento, del sol. Es ya casi un andrajo tan pálido que podría confundirse con cualquier prenda puesta allí a secar. Cada vez que paso por esta calle, muy a menudo, miro hacia arriba y a esa bandera desabrigada y silenciosa de color le atribuyo –qué remedio– un difuso y melancólico simbolismo.

 
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