Las hijas del doctor Albert (VI Y Fin)

- Pero, ¿no te das cuenta de que va a oler fatal?

- Qué va a oler mal.

- Vas a apestar todo el vagón.

Sí, mi primo Ramón era de esas personas que comen bocadillos de chorizo. Y además en el tren.

Cada uno llevaba una maleta. El reló de la estación marcaba las cinco. El tren no salía hasta las seis pero ya estaba en la vía. De cuando en cuando, se le oía bufar.

- Nos tomamos algo, ¿no?

- Bueno.

Por aquí y por allá veía señoras con muchas bolsas, chicas monas, chicas feas, chicos solos, viejos que venían a mirar, cabinas de teléfono con cola, gentes que husmeaban en torno al kiosco, la estación en un día grande. Me gustaba imaginar en cada grupo quién partía y quién se despedía, quién estaba más triste o más alegre.

- Creo que tarda ocho horas.

 

- Vas a llegar tardísimo.

- Sí…

- ¿Qué empiezas, mañana?

- Qué va, empiezo en octubre.

- Ah…

El camarero trajo dos latas de cocacola.

- ¿Tú hasta cuándo te quedas?

- No sé… a lo mejor mi padre se va y yo me quedo más días con mi madre.

- ¿Qué tal, los exámenes?

- Pues… bastante mal.

Era difícil entendernos incluso cuando hacíamos esfuerzos. Lo de los exámenes, por ejemplo, era una amargura.

- Mañana creo que vamos a ir a ver las obras.

- Ah, qué bien.

- Sí…

Y estiré aún el hilo de la conversación:

- Va a estar genial, lo de la casa.

- Sí, va a estar muy bien… al menos tu padre ha cumplido el sueño de su vida… bueno, y tu madre.

- Ya ves…

Y seguí:

- Vamos a estar mucho mejor. En el hotel parece que puedes hacer de todo pero luego no puedes hacer lo que te apetece.

- No sé… pero vamos, el año que viene no creo que venga.

Eso era, quizá, maleducado.

- ¿Y eso? ¿Tan mal lo pasas?

- No, es que tengo unos amigos en Alemania y de la facultad queremos ir a verlos.

- ¿Alemania?

- Sí.

- Ah…

- Munich.

- Munich… Pero vendrán María y tu madre, ¿no?

- Si hay sitio sí.

- Sí que habrá.

Y, con la superioridad que tiene el mayor hacia el menor, comentó:

- Ya sabes. Te vas a tener que buscar otros amigos.

- Ya tengo más amigos.

- En Ucena por lo menos habrá gente.

- Eso también.

- ¿Qué vas a hacer con tus amiguitas?

- ¿Cómo que qué voy a hacer? No están.

- Ya, ya, digo el año que viene.

- No tengo ni idea.

- Pero el año que viene ya no vas a ir al club.

- No.

- Vas a estar a kilómetros de ellas… igual ni te cruzas con…

- Ya, ya, hombre. Déjalo.

- Perdona…

- No, si no pasa nada… pero es que ahora venga a machacar, y antes con lo de los novios y los primos y la casa… es que no sé, vamos, no te entiendo…

- Que sí, que sí, que me he pasado… perdona.

- Vale, vale… está bien… está bien.

Estuvimos un rato en silencio, mirando las latas de cocacola, la barra del bar con anuncios verdosos de platos combinados. La luz también era verdosa, o azulada, en todo caso triste.

- Bueno, al menos ya sois amigos.

- ¿Tú crees?

- Sí, ¿no?

- No sé…

Y me acordé de mi carta y pensé que podía haberles dicho algo de ser amigos. Claro que seguramente no se escriben cartas de amistad. Me derrumbé.

- Mira, no sé, es muy raro todo. Un día, supersimpáticas. Otro día ni me miran. Y se han ido y ni siquiera han dicho adiós y anda que no nos hemos cruzado veces…

- Ya… es que son muy egoístas, las tías.

- No sé… pero si éramos amigos… ¿sabes…? Pues podían…

- Ya, tío… no sé… o sea, igual que se van, vuelven, supongo, eso pasa.

- No sé…

- Pero vamos, que a mí siempre me han parecido unas petardas.

- No son ningunas petardas. Fíjate el día del tenis.

- El día del tenis se hartaron de reír.

- Es lo normal. Pero luego mira cómo se portaron… si hasta nos iban a llevar en la moto.

- Pero si tú nunca has montado en moto…

-¿Y…?

- No, nada. En fin, que como te ligues a las dos, te hacen una estatua en Méndez Núñez.

- Ya ves tú…

Volvimos a callarnos pero esta vez el silencio no era hostil.

- ¿Por qué no las escribes?

- No tengo su dirección. Además que, ¿qué les cuentas?

- No sé. Supongo que lo que se te ocurra.

- Es que sólo se me ocurren gilipolleces.

- Ese es un problema.

- Todo son problemas. Todo parecía que iba bien y luego resulta que no he dado una a derechas…

- Que no, hombre, que no. Ya sois amigos. El año que viene os veis y a ver qué tal, si es que no te has olvidado de ellas, claro.

- No creo que me olvide.

- Es lo que se suele decir.

- Yo no me olvidaré.

Pagué las cocacolas porque Ramón era un poco avaro y nos fuimos al andén. Todo estaba lleno de gente aunque sólo eran menos cuarto. Ambiente de despedida, de besos y de abrazos.

- Me voy a ir metiendo ya.

- Mejor.

- Bueno, enano. Ya nos vemos, ¿eh?

- Sí. Buen viaje.

Y hubo un momento de duda porque no supimos si darnos dos besos pero ya éramos demasiado mayores y nos dimos un amago de abrazo.

- ¿No llevas ninguna revista?

- Sí, me he comprado un par.

- Bueno… adiós.

- Adiós.

- Me ha dicho mi madre que llames mañana.

- Sí.

- Adiós...

Me quedé mirando desde el andén pero mi primo no miró. Era un hombre feliz, sin problemas: ya estaba concentrado en su revista y en su bocadillo de chorizo.

***

Me volví caminando hacia el hotel, con las manos en los bolsillos. La tarde estaba gris y pegajosa como si incubara la tormenta. Me reproché algo a mí mismo al pasar frente el Central. Ahora, pensé, ahora sí que estaba solo. Se me hacía raro el ir por la calle sin la sombra de Ramón. O sin ser la sombra de Ramón.

No tenía nada que hacer. Tiré calle abajo por Mayor, todavía con ajetreo comercial o al menos con familias que salían a darse el paseo de la tarde y se paraban ante los escaparates como yo mismo me paraba: una ferretería, una juguetería, una mercería con sombreros y con medias y con guantes. Mirar era una manera de salir de mí mismo. No tenía nada que hacer salvo –quizá- estudiar como un loco y recomponer mi vida.

Pensé que sentarme en una terraza y pedir un helado y ver pasar a la gente sería una de las mejores maneras de estar triste. Lamentablemente, no tenía dinero. Había decidido no estudiar y algo había que hacer: quizá podía empezar por lo de recomponer mi vida. Por suerte, el mar estaba ahí. El mar.

Me descalcé y avancé por la playa hasta las tumbonas, los zapatos en las manos, sorprendido de mi propia excentricidad de ir por la arena con camisa de rayas y pantalones largos. Me tumbé y me encendí un cigarro. Estaba cansado. Me sentía un héroe derrotado, pero un héroe. 

Ya no había casi nadie por la playa, sólo algunos paseantes junto a la orilla, en parejas, y perros que corrían lejos de su dueño. Yo también estaba turbio como el día, tornadizo, de alguna manera resignado. Hablar con Ramón me había hecho mal. Tenía que haberme callado. Ni siquiera Casa Goyo era lo que fue sino que ahora todo –de los regalos al milhojas- me dejaba un sentimiento de repetición en peor. Lo de los primos ya había sido algo macabro. No me quedaba nada del verano. Sólo pude sonreírme al pensar que ya no me quedaba ni dinero.

El mar sin embargo era una inmensa compasión, como un descanso, una veladura de azules para el alma, tan lejos de la exaltación y de la decepción, de cierta terraza en un club de tenis o de cierto mediodía ante su casa vacía, tan lejos de mi dolor con nombres y apellidos. Me amargó el haberlas amado tanto, como una pasión fuera de mi medida. No se debe esperar nunca. Ana, Clara. Qué más daba.

Ahora todo importaba menos, con los ojos entrecerrados frente al mar, a través de las pestañas, como una entidad numinosa o una invitación al sueño, sintiendo la alegría pura de ser que va entrando por el cuerpo hasta lo hondo mientras uno parece disolverse a sí mismo en el humo en volutas de un cigarro. Se estaba bien, allí: y por unos instantes fui el chico que descubría el infinito, anonadado, inmóvil, sin pensar, sin sentir... Y me fui quedando medio dormido, cerrados los ojos, hasta que oí el ‘¡oye!’ del mozo que recogía las tumbonas, y me levanté de un salto y me fui sin mirarle.

Estaba solo otra vez. Con Ramón, el domingo, hubiese ido a la playa, a la piscina, quizá al cine a última hora. Me senté en el pretil del paseo, frente a  Ulloa. Las farolas ya estaban encendidas, la terraza seguía tan llena como siempre. Quizá mis padres se estuvieran preocupando. Mi madre por lo menos.

Y lamenté el estar donde había estado –como si fuera ayer- con Ana Albert, y lamenté mi alegría de entonces y mi tristeza de ahora, y lamenté incluso no tener a Ramón para ir al cine, y aun lamenté no ser uno de los que estaban sentados en la terraza, con risas, con granizados, con copas de helado o con cañas de cerveza, tan ajeno a una felicidad que no era mía. No tenía nada que hacer y ni siquiera había recompuesto mi vida.

Encendí el último cigarro y entorné los ojos para escuchar al melenudo que amenizaba la terraza. Nadie le hacía mucho caso. Era raro que estuviera aún allí, que no le hubieran echado todavía. Cantaba canciones italianas con mucho sentimiento. Me sentí extrañamente cercano a él, él también lejano del mundo feliz de ahí al lado, yo también sin tener quien me hiciera el menor caso. Éramos casi hermanos aunque él no lo sabía. Le agradecí en silencio sus canciones, sus músicas desconocidas. Sabía tocar la guitarra. Su voz era gruesa, grave. Se mecía en la última hora de la tarde, dulcemente, como si pudiera salvarla o detenerla con solo una canción:

Sapore di sale,

sapore di mare,

un gusto un po’ amaro

di cose perdute…

El gusto amargo de las cosas perdidas, de los amores que no son y los veranos que se acaban.

***

- ¿Qué te pasa?

- No me pasa nada.

- Algo te pasa. No me lo quieres decir.

- Que no me pasa nada, mamá.

- Que es porque Ramón se ha ido, ¿verdad?

- Sí, es por Ramón.

- No te conozco yo a ti...

El comedor se iba quedando cada vez más silencioso, mis días se iban haciendo más monótonos, sin el aliciente del tenis, sin otro remedio que estudiar mañana y tarde. Alguna vez, para desfogarme, cogía la bici y subía al monte hasta que se veía el mar tras de los árboles, inmenso. Nos hicimos amigos, el mar y yo. Me daba pena dejarle.

Eso era todo y, al mismo tiempo, todo había cambiado: si antes levantaba los ojos del libro para pensar en las Albert, ahora bajaba los ojos al libro cada vez que se me venían a la cabeza las Albert. Sólo me quedaba la costumbre de mirar su casa y su jardín cuando me levantaba para estirar las piernas y fumar. Su casa ya no parecía abandonada; parecía dormida. Cuando intenté coger el tarjetón de su buzón, un señor se puso a mirarme y lo dejé.

Llegué a cogerle el gusto al silencio, al hotel ya en penumbra, a la calle tan muda y tan vacía, a estar –quién lo hubiera dicho- con mis padres. Ya atardecía antes y entonces me iba con mi padre a dar una vuelta. Nos metíamos en un bar y veíamos el fútbol o lo que fuera, leía el As. Era una resignación. No sabía el qué pero algo había aprendido. Irónicamente, también terminaba por aprender la trigonometría.

Sólo ocurrió que soñé con ellas por dos noches: las muchachas blancas, rubias, rientes, ideales, fogonazo doble de una luz, tanta felicidad que era dolor. 

***

 A veces las cosas se repiten; a veces es nuestra desgracia o nuestra fortuna que las cosas se repitan. Serían las seis de la tarde cuando volví a ver en septiembre lo que había visto en julio: el doctor Albert, las niñas Albert, Coco dando brincos junto al coche.

¡Coco… Coco! ¡Vamos para casa, hombre!

No me inmuté. No sentí alegría.

Poco a poco, sin embargo, empecé a sentir una mezcla de curiosidad y decepción. Todo había acabado. No había ninguna razón para que volvieran.

Y aun así, me fue irremediable dejar los libros y ponerme a dar vueltas a la manzana toda la tarde con la bici. Y subía al cuarto a cada rato por ver si veía, sin ver nada, o sin ver nada más que al doctor que salió y no regresaba… Y vuelta de nuevo con la bici e incluso pasando como un temerario por la puerta de su casa.

Quizá, a esas horas, ya habían descubierto el tarjetón. Y no sabía dónde meterme, y creía sentir sus risas, y no podía evitar exponerme y buscarlas y forzar el encuentro.

A la cuarta o quinta vez que sacaba la bici por la puerta, apareció Clara Albert como si estuviera escrito. Estaba –seguía- muy morena. Venía hacia mí, llevaba en la mano el tarjetón. No supe dónde meterme.

- ¡Pablo!

- Hola.

Estaba nerviosa. Clara Albert estaba nerviosa frente a mí.

- Hola.

- ¿Qué…qué tal?

Mi voz. Mi voz tan débil.

- Te llevo buscando un rato...

- Ah.

Nos miramos.

- Que dice mi hermana que por qué no vienes... que por qué no te vienes y fumáis.

Sacudía con la mano el tarjetón. Estaba nerviosa. Yo sujetaba el manillar de la bici con las dos manos. Era una alegría que casi daba miedo, hasta que en lo más profundo me latió un gran ‘sí’.

- Claro que voy. Ahora voy.

Pero yo era un hombre. 

- Voy. Pero le dices que me dé una vuelta en moto, luego.

- Vale. Espera.

Y corrió a decírselo y yo en cambio sólo eché a correr al entrar en recepción, y cogí mi paquete de Lucky, sin aguardar la respuesta. Crucé la calle. Eran las mismas nubes en los pies, el mismo burbujeo en el corazón, la misma euforia. El gran ‘sí’.

Estaban en la escalerilla de la casa, una más arriba, otra más abajo, Ana y Clara, en un golpe de vista, como un cuadro, acariciando a Coco. 

Me detuve un momento para mirarlas, hasta que ellas me miraron. Ana sonrió, Clara sonrió, yo sonreí. Y abrí la puerta del jardín como un triunfo.

FIN.

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