No estaría mal que los periodistas también tuvieran escrúpulos

Debo confesar que no quería escribir acerca del terrorismo. Hace mucho calor en la calle, la mitad de mis colegas están de vacaciones, así que pensaba coger algún tema suave, como un cóctel con hielo. Pero no me han dejado.

Los reporteros estadounidenses sacaron al aire una entrevista televisiva con Shamil Basaev, el terrorista número uno de Rusia, hombre incluido en la "lista negra" de la ONU y que es responsable de un millar de víctimas, entre ellas, los niños.

Como era de esperar, el Ministerio de Exteriores ruso reaccionó a ello con una declaración ritual, seguida por justificaciones igualmente rituales por parte del Departamento de Estado norteamericano, el cual afirmó que también considera a Basaev un terrorista pero no puede influir en los periodistas. Probablemente es cierto aunque todos sabemos que hay excepciones, como el reciente encarcelamiento de una reportera que se negó a revelar sus fuentes de información.

El que un asesino haya aparecido en la pantalla de televisión, amparado en la consigna de la libertad de expresión, resulta comprensible. Pero no olvidemos que la libertad de expresión tampoco es una vaca sagrada. Uno de los padres fundadores de la democracia americana Thomas Jefferson, quien había sido un ferviente apologista de la prensa libre en los albores de su vida, confesó en la vejez que la libertad de expresión es un vaso en que cabe de todo, incluidas las peores inmundicias.

Otro de mis colegas, el columnista y conocido escritor ruso Alexander Kabakov, refiriéndose a la situación actual en Londres, hizo el otro día una observación que me parece justa: "Los ingleses declaran con orgullo que los terroristas no les harán cambiar su modo de vida. ¿Acaso es un motivo para sentirse orgullosos? No es un pecado cambiar el modo de vida en los tiempos de guerra".

Podríamos, desde luego, obviar con arrogancia el hecho de que el siglo XXI ha introducido en nuestra vida un correctivo tan desagradable como el terrorismo internacional, una guerra sin reglas ni fronteras, y machacar hasta ponernos roncos el abecedario de la democracia y de las libertades particulares, pero no habrá menos explosiones ni menos víctimas inocentes por ello. La democracia no se ve debilitada sino al contrario, más protegida, cuando se recrudecen las medidas de control en las terminales aéreas a raíz de los atentados. Y si se instalan las cámaras en el metro londinense o en el de Moscú, para que la policía pueda neutralizar a los terroristas con la máxima brevedad posible, la violación de nuestra privacidad resulta absolutamente justificada. Lo mismo se refiere a los medios de comunicación. Cierta autocensura y ciertos escrúpulos, la preocupación por quienes pudieran ser las víctimas siguientes de los asesinos, no significan en absoluto una renuncia a la libertad de expresión.

¿Qué a los reporteros de la cadena ABC no les gustan ni los rusos ni su Gobierno? Pues, están en su derecho. ¿Pero les gustan los ciudadanos de su propio país? ¿Aquellos que murieron el 11 de septiembre de 2001? ¿O los británicos que fallecieron en el Metro de Londres? ¿Los españoles, los egipcios? ¿Serán tan ingenuos mis colegas como para suponer que los chechenos son los únicos que están peleando en Chechenia? Pues, para que sepan, la mayoría de los separatistas son mercenarios extranjeros, nacionales de Jordania, Arabia Saudita y otros países árabes. El comando terrorista que tomó rehenes en una escuela de Beslán, provocando la muerte de niños, incluía a dos ciudadanos británicos. Ambos fueron eliminados por agentes de seguridad rusos, pero si hubieran sobrevivido, se habría producido probablemente más explosiones en Londres, o en Madrid, o en Egipto. Y, tal vez, habría nuevas detonaciones en EE.UU.

Me cuesta imaginar que mis colegas estadounidenses, al conceder la tribuna a un terrorista conocido, persiguiesen algún otro objetivo aparte de elevar el rating de la respectiva cadena.

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