El verano de Baroja

De aquellas noches del Buen Retiro que escribió Baroja queda el pabellón fernandino del Florida Park, con el "hortus conclusus" de una terraza con gordos gorriones y esa pista de baile en hemiciclo donde tienen lugar adulterios tristísimos, que ameniza la voz de un antillano. A las noches del Buen Retiro concurrían mezcladas las condesas y las tiples, las clases menestrales y curiosas, cierta aristocracia ya raída que fingía ir al norte y sin embargo pasaba los veranos en Galapagar. Inevitablemente, iban también los mirones periodistas. Se representaban óperas, zarzuelas, espectáculos cómicos; todo a la luz de los arcos voltaicos, con la presunción general de que siempre cantan mejor los tenores ya muertos. Era una situación para las tipologías fascinantes: Lola la Valquiria, la Venus de la Necrópolis, "un pintor de palomas que llevaba melenas; un húsar muy cursi que, según se contaba, había hecho heroicidades en Melilla, y un aristócrata cuya mayor preocupación era ser la contrafigura del príncipe de Gales". En oposición a la estética de ir en chanclas, leemos que "entre los varones, unos llevaban barba; otros, bigotes erizados a la borgoñona; algunos, una sortijilla ridícula sobre el labio, y no faltaban los que llevaban las guías engomadas a estilo de Napoleón III. Se usaban con frecuencia cuellos de pajarita, corbatas de plastrón, sombreros de copa, levitas y chaqués". También hay un contraste con el carácter endomingado de la feria del libro, donde todos pasean y nadie compra ningún libro. Después, no se hace difícil pensar en el propio Baroja según lo retrató Muller, al sureste del parque, o encontrárselo ilusoriamente en esas mañanas invernales de aire tan añoso, hacia la última vuelta del camino, cuando la soledad es tanta que podríamos estar en otra época.   Ortega, por su parte, lo ve caminar arriba y abajo de la calle Alcalá: existe toda una literatura del paseo, de Petrarca hasta Azorín y hasta Baroja, con el hito de los paseantes famosos de París. Según Prévert, “las ciudades sólo nos entregan sus encantos cuando nosotros les hemos entregado nuestros pasos sin tasa”. Más tarde tendríamos la literatura que viaja en tren. De ahí han surgido páginas llenas de la observación, la exageración y las elaboraciones secundarias de la literatura. Pese a lo que se ha dicho, la literatura del XX se hace en el laboratorio y la del XIX se abre más a la intemperie. El propio Ortega observa una cualidad casi porosa en las novelas de Baroja, por donde circularía el aire de punta a punta. Incluso en sus momentos de optimismo científico, Baroja tuvo en todo la educación del XIX. Pla lo estimó y opina que estamos ante el gran escritor antibarroco.   A Baroja lo encontramos más en los desmontes que en los bailes. Después de su tesis –El dolor: estudio de psicofísica-, el joven escritor siente la atracción del arrabal,  de las vidas sombrías, harapientas, vagabundas, sin arraigo; más tarde, es quien camina solo por París, por barrios imposibles y por cementerios. Como afirmación estética es equiparable a pasearse hoy entre polígonos y extraer la lírica del desamparo. La experiencia comercial en las serias panaderías de Viena Capellanes le daría a Baroja motivos de escepticismo. Aquí y allí podía fundar ese “legítimo descontento” que Sánchez-Ostiz observa como raíz de su literatura, y confirmar junto a Lorimer que “el hombre sólo es coherente en su perversidad”. Con los años se volvió más piadoso, más pasivo, hasta ser el anciano que se sentaba en su sillón, como un gato grande, con la puerta de la casa abierta para quien tuviera ganas de tertulia. Ya eran los años cincuenta, y su sobrino le esconde los pasteles del cumpleaños mientras el mejor novelista de nuestro siglo confunde al Opus con el Sepu.   Ahora Baroja vuelve aunque siempre ha estado entre las lecturas anuales de los bachilleres y en la mesilla de los “reumáticos y dispépsicos” que soñaron alguna vez ser hombres de acción, sin pathos fatal, al estilo de los tipos novelescos de Baroja. Sánchez-Ostiz publicó su elogio en el “Derrotero de Pío Baroja” y ahora edita con noble piedad su biografía. Caro Raggio ya ha hecho su web de “los Baroja” y tiene en las librerías las “Miserias de la guerra” y una correspondencia andaluza entre Julio Caro Baroja y el hispanista Brenan. También, “El mito del carácter nacional” que escribió el sabio etnólogo. Del propio Baroja se rescata ahora un canon perdido donde el novelista recomienda libros de Cervantes, Chamfort, Dostoievski y Carlos Dickens. Por lo demás, en el rastro de las venganzas de Gil Bera, un señor psicoanalista afirma que Baroja era un hombre “agresivo e irascible”, “feo, calvo y viejo prematuro”, enfermo de represión sexual y de sentimiento de inferioridad. Otro día nos descubrirá que Cervantes era manco.  Nadie ha dejado de decir que las novelas de Baroja son todas erróneas pero alguna sal tendrán para resultar todavía entretenidas, ligeras y legibles, idóneas para poblar el alma de la mejor cacharrería.   Los barojianos tampoco son los mismos desde que se puede posar de hombre humilde y errante por televisión y llamar “simplicísima morada” a un palacio. El propio Baroja dijo que bien podía haber firmado como “hombre sedentario y orgulloso”. En todo caso, el verano ya está ahí para pasar las tardes bajo el cañizo con el conspirador Aviraneta o con Silvestre Paradox, hombres heterodoxos, de carácter, que dan sustancia a “las horas solitarias” de las vacaciones y ponen en olvido el reumatismo y la dispepsia, la lógica que trae conjuntamente la melancolía y la ciática. Al final, leer y convalecer siempre se encuentran y un verano con libros lo cura casi todo.

 
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