El derrumbamiento de la ética pública anglosajona

No sigo al detalle las cuestiones financieras, pero el caso Barclays ha venido a ser como la guinda de un amargo pastel. De poco parecen haber servido las enseñanzas de ética que se impusieron hará más de veinte años en las Business Schools, a raíz de la difusión de barrabasadas cometidas en Nueva York por masters de Harvard. Porque se han ido concatenando affaires, y no puedo ocultar mi decepción ante el derrumbamiento de la ética pública anglosajona, a la que tantas veces recurrí como prototipo…, a pesar de la abundancia de tiburones, que el cine no cesaba de presentar con brillantes historias.

De Wall Street a la City londinesa, pasando por Zurich y tantas plazas financieras, los escándalos no cesan: prueba evidente de que ha dejado de ser creíble el principio, tantas veces invocado en el marco liberal, de que los vicios privados podían transformarse en virtudes públicas: la parábola apícola de Bernard Mandeville ha tocado fondo. Sin caer en moralismos, y sin ignorar el doble carácter de la justicia ‑no coincide necesariamente lo personal con lo objetivo‑, forzoso es rendirse a la evidencia de que la salida de la crisis pasa por una refundación ética.

A comienzos de julio, un editorial de Le Monde repasaba los nombres principales de una veintena de instituciones bancarias de varios países, implicadas en el gran fraude del líbor: UBS y Credit Suisse, Deutsche Bank, JPMorgan, Citigroup, HSBC, Société générale o Royal Bank of Scotland… La autorregulación en un tema central, basado en la confianza, fue pisoteada por la manipulación de traders, dispuesto a conseguir un doble objetivo: ganar dinero con facilidad y rapidez, y enmascarar resultados negativos de sus entidades bancarias.

Tras las primeras y cuantiosas multas, así como las dimisiones de ejecutivos, habrá que ver hasta donde llega la falta de impunidad con la que venían operando. No se trata ya de operaciones de ingeniería financiera más o menos arriesgadas, sino de la destrucción ética del sistema: va a tener dificultades en superar el auténtico cáncer que sufre.

Los pirómanos insisten en presentarse como bomberos, y en rechazar la solución heterónoma del problema. Proclaman que mayores controles y supervisiones externas no garantizarán el correcto funcionamiento del sistema. En parte tienen razón: no parece cuestión de derecho administrativo; pero sí de replantear la lógica del beneficio como gran criterio de acción, así como de incrementar las sanciones penales para los delitos económicos.

Algo semejante sucede con el esfuerzo de algunos países en la lucha contra la evasión fiscal. Pilotados en parte por Estados Unidos y su ley “Fatca” de 2010, cinco Estados de Europa –Alemania, Francia, España, Gran Bretaña e Italia; probablemente también Suiza‑ se han puesto de acuerdo para establecer mecanismos automáticos de información sobre los movimientos de cuentas bancarias en el extranjero. Se enmarca dentro de los objetivos de la OCDE contra los paraísos fiscales, evidente origen de corrupciones, y del sostenimiento de conflictos bélicos regionales, cuando no de los terrorismos que actúan en el mundo. Según una estimación de la asociación Tax Justice Network, existían al menos 21 billones –en el sentido castellano del término‑ de dólares de activos financieros privados no declarados: el equivalente de la suma de las economías americana y japonesa.

Pero la cuestión sigue siendo fundamentalmente ética: superar el individualismo pragmático, con prácticas organizativas y decisorias más solidarias. Hacen falta nuevos modelos, inspirados en la dignidad de la persona, más allá de la mera indignación del altermundialismo, y también del que comienza a ser “mito” del crecimiento económico que arrasa personas, familias y colectividades: ¿de qué sirve que una empresa tenga pingües beneficios, si es a costa de pérdidas sociales y ecológicas?

Sin duda, se trata de cuestiones que bordean la utopía. Quizá de sueños, que se pueden repensar en tiempo de verano con sosiego, sin crispaciones.

 
Comentarios