La primavera es un éxito – Un jardín como una biblioteca – Corte de amor, jardines botánicos y la pandilla Martini

Los olmos tienen un bozo juvenil y pasó la floración de los almendros, quizá con menos brillantez que en otros años. Este es el mes equívoco de la ropa de entretiempo: nos sorprende la lluvia con la camisa de color ciclamen y cualquier mañana nos vestimos con las panas para luego arder al mediodía. Entre las pequeñas catástrofes urbanas destacamos el olvido de la gabardina y el paraguas. La brisa es suavísima en la ventana de los taxis y vemos brillar las hojas nuevas de las hipocastanáceas. Alguien sensible, a la entrada del parque, dice que vino “a ver el brotar de las celindas”. Ancianos ociosos contemplan los gingkos y el Florida Park promete noches de baile tropical. El cuerpo, sin querer, se acostumbra a la estación. Al final atardece entre esplendores, con luminosidad que aspira vagamente al infinito, como en los cuadros sublimes de Claudio de Lorena –una fuga de luz.   Nadie pensaría que el jardín es un trasunto del paraíso después de la embestida de un ciclista o un patinador o del atropello de los corredores sudorosos. Con el tiempo, una manifestación de paseantes pedirá un carril-peatón para los parques públicos. Todo jardín tiene el sustento de una idea de belleza pero ni siquiera el lujoso presupuesto para flores acota la barbarie. Por eso conviene pagar el acceso a los jardines botánicos, donde todavía está prohibida la entrada con tambores o con perros.   Para el paseo culto se puede recomendar alguna lectura: los tomos de Michel Baridon, el Rousseau herborisant à Ermenonville, la “Historia y mística del jardín” de García Font; dos o tres libros de Perucho. Con consideración hacia los orígenes de nuestros jardines botánicos, también puede leerse la oda “A la agricultura tórrida” de Andrés Bello, investido de Virgilio tropical. Sobre botánica misteriosa, está el manual de “Leyendas de las plantas” de Carlos Mendoza; sobre botánica científica, las cartas de Mutis. A mi juicio, el libro más sensible es “Les mots du jardin”, donde se juntan la erudición y la belleza. Entre el huerto de los monjes y la Ilustración más inocente, el jardín botánico es el catálogo de las plantas y la biblioteca de los jardines.   Las mejores amistades y los amores más felices se han tramado en la simetría y las perspectivas frondosas de los jardines botánicos, apartes de soledad entre otros motivos porque se exige el pago de la entrada. Para las aproximaciones galantes hay que detenerse ante las fuentes y reposar al final –bien medidos los tiempos y el cansancio- en un banco. Ahí nos es dada la elección del ambiente más propicio: el microclima tropical, la orangerie, el jardín de las aromáticas, el arroyo artificioso (con un puente chino de madera: “el mundo es un líquido esplendor”), la huerta doméstica, el emparrado, la zona de umbría, o el paseo entre estatuas de botánicos ilustres, arrasadas de hiedra y tiempo. En los jardines botánicos, la corte no es demasiado ostentosa y parte de una básica inocencia muy prudente. Desde luego, el resultado suele ser mejor y más fructífero que recorrer una exposición de arte conceptual, donde de pronto surgen  disensiones. En un jardín botánico convenientemente ennoblecido por la historia, nada distrae del propósito cortés disimulado: de cuando en cuando, según los ritmos de la conversación, puede señalarse un pájaro que pía en la enramada o los colores de un ciruelo japonés, matizado por una luz que nos habla de ensueños tiernamente. En un momento dado puede fingirse un interés excepcional, exclusivamente erudito, por una planta concreta. Al final, del “qué bien se está aquí” al “qué bien estamos juntos” hay un tránsito muy fácil. Sólo la halitosis, enemiga de la cercanía, evitará el triunfo de la voluntad de confidencia.   La vieja serliana que mira al Paseo del Prado ha sido el destino de todos los suspiros y las morbideces y los paseos de amor. Ahora está tapada por una subestación eléctrica, y la mejor elección es encaminarse al té del Ritz, gracioso ritual de la media tarde, conceptualmente distinto de la merienda española, pero no mejor. Allí nunca falta el espía británico maduro atracándose de scones, con el gozo de la vida de hotel como apatridia. En la atmósfera grata, entre sombrillas blancas y azules y el desdén de las gafas de sol, cualquiera puede sentirse parte de la pandilla Martini con toda sencillez. Ese es el momento de decirle a la joven, con discreto romanticismo, que el té es una camelia de la China y ella una heroína a lo Gautier.   *    *    *   MANZANILLA Y GLORIA. Una o dos breves copas de Jerez al día serían la obligación más dulce y más devota. Pensamos esto al tomar de aperitivo la Manzanilla Pasada de “Almacenista” de Lustau: en realidad, hay una sabiduría de siglos en la consideración de que no existe aperitivo más completo ni perfecto. En este caso, la Manzanilla Pasada tiene la turbiedad de haberse disuelto en ella el “velo de flor” que logra el proceso científicamente milagroso de las manzanillas de Sanlúcar y los finos de Montilla-Moriles y Jerez. Se da por tanto más untuosidad, más complejidad y un punto menos de frescura. Algún día –muy pronto- hablaremos con largura de los vinos de Jerez. No tenemos en España página de más gloria.

 
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