El azucarillo

Cafetería.
Cafetería.

El sol iniciaba perezoso su lento descenso.

La tonalidad oscura iba tiñendo el mar calmo. Gustaba de vestirse así para recibir al astro
rey y arroparlo en su descanso. La suave caricia de sus aguas susurraba sobre la fina arena,
como deseando arrullarlo con su nana.

Muy cerca, una amorosa brisa balanceaba con delicadeza las últimas hojas de un platanero.
Se resistían a soltarse del engarce que todavía las sujetaba a sus firmes y robustos brazos.

Desde esa atalaya contemplaban con tristeza a sus hermanas, que yacían macilentas e
inertes en tierra. La bordura del alcorque las retenía arremolinadas, mientras aguardaban,
abandonadas, su descomposición inevitable.

Lucía con orgullo el platanero las fieles, que permanecían asidas. Eran, en su madurez,
elegantes y bellas, y dibujaban sobre su piel un soberbio tatuaje, grabado a fuego en
reflejos de oro viejo. Y hasta parecían recrearse, buscando sorprenderme con las extrañas
figuras que hábilmente proyectaban y hacían corretear sobre mi mesa, alrededor de la taza
de café.

Caía la tarde, templada y apacible. El conjuro misterioso de esa luz especial, en aquella
terraza privilegiada, te abría a la sintonía de los pensamientos que alcanza el viento.

Dejarse llevar, sumergirse y disfrutar, era lo que el momento pedía.

Cogí mecánicamente mi terrón de azúcar y, retirándole su envoltura, lo aproximé con
parsimonia a la taza, permitiendo que apenas una esquina tomase contacto con el café
caliente. Me quedé contemplando. Y vi, otra vez, lo que ya sabía que ocurriría: el líquido
empezó a subir y se extendió por toda la piedra de azúcar, disolviéndola y haciéndola
desaparecer dentro de sí. A la par, aquel café fue transformando su sabor amargo,
volviéndolo dulce y exquisito al paladar. Aún desprendía su vapor cargado de aroma
cuando, sin sospecharlo ni esperarlo, deslizó la inspiración que traía para esta ocasión. Y
escuché con toda claridad la pregunta: ¿Qué piedra, qué pesada losa podría resistir que la
toque el mar de Misericordia infinita, que brota del Corazón ardiente de un Dios que es
Padre, que es Amor?...
Quedé pensativo un rato, y sólo supe decir: ¡gracias, Señor!
Pero, no debió bastar para responder.
Tuve que asumir lo costoso, y añadir: está bien, lo contaré.
Dicho queda. Y, ¡que aproveche!

 

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